Mariano Romero era un biólogo, científico y expedicionario de origen argentino que había logrado cierta fama con sus publicaciones en revistas científicas internacionales, especialmente por su capacidad de hallar y describir animales casi desconocidos.
Descubrir nuevas especies era su tarea principal y los pocos bosques vírgenes aún eran los destinos que más lo emocionaban cada vez que se le daba una oportunidad. Llevaba ya cinco documentales y varias fotografías de animales y plantas que aún no habían sido clasificadas.
Sus viajes solían ser una aventura digna de la imaginación de escritores como Julio Verne, quien seguramente hubiera estado muy a gusto de conocer a nuestro protagonista.
Esta vez el destino lo llevó a la Micronesia donde, de las seiscientas islas de exuberante vegetación, aún muchas permanecen sin explorar. Las expediciones no duraban más de quince días y lo ideal era poder regresar cuatro veces en el año para cubrir las distintas estaciones del año.
En esta ocasión fue durante un intenso verano cuando, ni bien llegó a la playa de esta isla, observó unos huevos desde donde nacían unos bichos diminutos y sin terminar de desarrollar. La cantidad era incontable, tal vez porque muy pocos lograban sobrevivir, por lo que llegó a comprender. Esto no mermaba su población, sino por lo contrario, un estudio minucioso le hizo llegar a la conclusión que era una especie autóctona y que eran sobrevivientes de muchos fenómenos de origen geográfico y climático de la región.
El “modus operandi” de este animal lo decidió a ponerle de nombre: saltador mutante, dada las diversas formas que adoptaba hasta llegar a su adultez. El hecho de ser ciego y sordo lo compensa con el hecho de tener ocho patas que se desarrollan después de su nacimiento vivíparo y con los fotosensores que le permite reconocer a sus víctimas que también varían dependiendo de su etapa evolutiva, pasando de alimentarse de animales de sangre fría en su primera etapa a animales de sangre caliente en su segunda etapa durante la cual ya habían logrado aparearse.
La forma con que, a pesar de ser ciegos y sordos, se desarrollaban con tanta facilidad lo llevó a la conclusión de que eran sobrevivientes a varias eras geológicas y que incluso el hecho de nacer incompletos era una adaptación para la supervivencia.
Como le trajo mucha curiosidad y quería seguir estudiándolos, no tuvo mejor idea que, en su última travesía al lugar, extraer una muestra de unos cien individuos y llevarlos a su propio laboratorio que tenía en una isla del Delta del Paraná, en cuyo microclima podían adaptarse.
La idea era llevarlos solo para una investigación científica, pero, como sabemos, a veces las cosas se salen de su cauce, y lo que no sabía el biólogo era que se trataba de un animal hermafrodita y en sus ocho patas se podía diferenciar la división exacta de sus dos sexos desde donde se auto fecundaban.
Cuando lo notó, ya varios de los ejemplares traídos se habían adueñado de gran parte de la isla, que no recibió de buen grado a su nuevo predador, que lamentablemente se adaptó con demasiada facilidad a las condiciones del nuevo hábitat.
Lo que extrañamente observó el científico era que, ahora, los que se habían escapados ya no eran ciegos, lo que tal vez pudo ser provocado por el hecho de haberse alimentado de otras especies y mimetizado con algunos genes.
Marcela Barrientos 01-04-2023 D.R.A. Argentina
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