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viernes, 26 de septiembre de 2025

MEMORIA FRAGMENTADA

 





Título: Memoria fragmentada

Autora: Marcela Barrientos


Me encontró por accidente. Yo llevaba años escondido en el fondo de un cajón polvoriento, debajo de bufandas que ya no usaba, de papeles amarillentos y de fotos dobladas que se quedaron sin marco. No sé cuánto tiempo había pasado desde la última vez que me miró, pero cuando sus manos me sacaron de ese escondite, un estremecimiento recorrió mi superficie astillada. Yo estaba roto, sí, con mis venas de vidrio extendiéndose como raíces secas, pero aún podía reflejar.

Ella me observó con un gesto de sorpresa y desconfianza. No era el mismo rostro de antes: había líneas nuevas en la frente, ojeras más hondas y una sombra que no se debía solo a la luz. Quiso apartarme, dejarme de nuevo en la oscuridad, pero algo la detuvo. Me sostuvo frente a su cara y entonces ocurrió: no se vio a sí misma tal como estaba, sino como había estado.

En uno de mis fragmentos más pequeños apareció la imagen de una tarde de verano: ella, con el cabello mojado, riéndose mientras corría bajo un chaparrón inesperado. Esa risa no buscaba ser observada; era pura, infantil, indómita. La escena la dejó perpleja. Tocó el pedazo de vidrio con la yema de los dedos, como si pudiera alcanzar el agua que entonces le empapaba la ropa.

—¿Qué es esto? —susurró.

Yo no respondí con palabras, sino con más reflejos. Otro fragmento, más grande y quebrado en el borde, le mostró una tarde de su adolescencia: sentada en una plaza, comiendo un helado de vainilla con su mejor amiga, riéndose de un secreto que ya había olvidado. No había preocupaciones, solo la tibieza del sol en los hombros.

Ella se emocionó, como si un recuerdo enterrado de golpe recobrara vida. Se inclinó más cerca y comenzó a buscar. Yo, obediente, le mostré otras escenas. En cada pedazo de mi cuerpo roto brillaba un instante en el que había sido feliz sin darse cuenta: la primera vez que sintió a su sobrino dormirse sobre su pecho; la caminata solitaria por una playa casi desierta al amanecer; una noche de fogata donde cantó sin importarle desafinar; una mañana en que despertó y se sorprendió a sí misma tarareando, sin motivo aparente.

Yo era un espejo roto, pero también era un archivo secreto. Mis fragmentos no devolvían la forma exacta de su rostro actual, sino la suma de los destellos que había olvidado. Cada risa, cada calma, cada sorpresa. En ellos estaba la evidencia de que había sido feliz incluso en los días comunes, los que creyó insípidos o dolorosos.

—No lo vi… —dijo, con los ojos humedecidos—. No sabía que en ese instante era tan feliz.

Su voz era un lamento, pero también un despertar. Yo, que había guardado esas memorias, sentí cómo mis grietas brillaban con una luz tenue. En su rostro presente se dibujó un gesto nuevo, mezcla de nostalgia y fuerza. Me miraba distinto: ya no con miedo, sino con deseo de reconocerse.

Le mostré todavía más: aquel día que cocinó sola y la salsa le quedó perfecta; la primera vez que se animó a bailar sin preocuparse de quién miraba; la tarde en que su padre, ya cansado, aún la llamó “pequeña”; la madrugada en que escribió páginas enteras de un cuaderno y luego durmió profundamente. Cada trozo mío era un recordatorio de que, incluso en medio de la rutina, había destellos luminosos.

Ella respiró hondo. Vi cómo sus manos temblaban, cómo se llevaba un fragmento de mí al pecho, sin miedo de cortarse. Entendió, en ese silencio, que no era la sombra la que la definía, sino esos instantes dispersos que habían sido parte de ella y seguían siéndolo.

—Gracias… —murmuró al fin, y sentí que la palabra me recorría como un pulso.

En ese agradecimiento había un compromiso. Lo entendí cuando me dejó sobre la mesa y me miró directamente, esta vez aceptando tanto la imagen actual como las memorias que yo le había mostrado. No necesitaba volver atrás: había descubierto que la felicidad no siempre avisa, que se cuela en lo cotidiano, que puede ser recogida y rehecha incluso ahora.

Yo, espejo roto, no podía devolverle una imagen entera. Pero sí podía ofrecerle la certeza de que había sido feliz sin saberlo, y que aún podía volver a serlo. Esa convicción encendió una chispa en su mirada, y esa chispa, más fuerte que cualquier reflejo, fue mi última revelación: ella había recuperado la fe en el poder de cambiar.

Me quedé quieto, fragmentado y luminoso, sabiendo que mi propósito estaba cumplido.

Derechos de autora reservados
Septiembre 2025

EL DIARIO DEL ALTILLO

 

Título: El diario del altillo

Autora: Marcela Barrientos

País: Argentina


Dicen que las casas antiguas ocultan lo esencial detrás de lo visible, como si en cada paralelepípedo de sus muros quedaran atrapados ecos de lo no dicho. Desde niño creí conocer cada pasillo y cada rincón de la casa de mis abuelos, pero aquella tarde me descubrí obnubilado por un presentimiento: la certeza inexplicable de que algo me aguardaba. No era miedo lo que sentía, sino un embrujo sutil, semejante al estremecimiento que antecede a las revelaciones.

Un crujido distinto a los habituales me guió hasta una escalera angosta, cuyas maderas se hundían como si guardaran siglos de confidencias. Subí lentamente, oteando la penumbra, hasta llegar a un altillo donde el aire se espesaba con motas doradas que flotaban como luciérnagas detenidas. Allí, la kenopsia dominaba el ambiente: esa soledad que respira en los lugares vacíos de voces. Sin embargo, entre baúles apilados y cofres sin nombre, uno me llamó con una fuerza arcana. Su candado, corroído, cedió sin resistencia, como si aguardara desde siempre el momento justo.

Dentro, bajo telas raídas y cartas quebradizas, yacía un cuaderno encuadernado en cuero, sorprendentemente intacto. No era un objeto vacuo: apenas lo abrí, comprendí que estaba frente a un testimonio etéreo, un puente entre lo íntimo y lo sempiterno. Sus páginas me produjeron una metanoia, un vuelco en la mirada: supe que no era un diario común, sino un legado destinado a ser hallado.

La autora se describía a sí misma como “casquivana” a los ojos de los suyos, porque había elegido vivir según su albedrío y no bajo los mandatos ajenos. Su voz, más que confesional, era un apapachar a través de las generaciones, un bálsamo que conciliaba ternura con rebeldía. Relataba cómo encontraba serenidad en la contemplación del céfiro, ese viento suave que rozaba las flores con ataraxia, y cómo, pese a la dureza de ser mujer en tiempos hostiles, cultivaba una esperanza acendrada.

En un pasaje, su caligrafía firme parecía latir en cada palabra:

"He amado sin pedir permiso y he llorado en secreto para no ofender con mis lágrimas. No me avergüenzo de mi rebeldía: prefiero ser llamada casquivana antes que vivir bajo cadenas invisibles. Mi corazón, al atardecer, se enciende con el arrebol, y en ese instante comprendo que mi venustez no está en mi rostro ni en mi carne, sino en la quimera de soñar junto a otros. Si mis manos tiemblan al escribir, no es por miedo, sino porque presiento que alguien, algún día, leerá estas líneas y sabrá que no estuve sola."

La sensación de esa mujer era la de alguien que oscilaba entre la fragilidad y la firmeza. Cada palabra suya parecía escrita en el filo de una aspillera: un resquicio mínimo desde el cual observar el mundo sin ser vista. Había en ella una consciencia lúcida de que su tiempo la condenaba, pero también la certeza de que su voz trascendería las sombras.

Vuelvo a releer esta frase que atravesó los muros de la hipocresía de una época llena de prejuicios hacia las conductas de las mujeres.

“La verdadera venustez no habita en la carne ni en el rostro, sino en la capacidad de soñar una quimera compartida.”

Esa sentencia me llevó a una anagnórisis: comprendí que estaba leyendo algo que no pertenecía solo al pasado, sino al presente y al porvenir.

Entre las páginas surgía la figura de un hombre berraco, campesino de bonhomía franca, con quien compartió un instante de amor efímero pero sempiterno en el recuerdo. Lo evocaba como un destello etéreo bajo el baticor del cielo incendiado, cuando el sol declinaba y el horizonte se vestía de rojos y naranjas. Aquellas escenas tenían la fuerza de lo indecible, como si estuviera mirando a través de una aspillera hacia un mundo donde la ternura resistía incluso en medio de la hostilidad.

El diario hablaba también de sororidad y fraternidad, de vínculos invisibles que se erigían como lumbre en la oscuridad, sosteniendo lo humano cuando todo parecía a punto de extinguirse. Esa escritura no era un refugio individual, sino un acto colectivo, un tejido de voces silenciadas que, sin embargo, persistían en el papel.

Me acerqué a la pequeña ventana circular del altillo. Desde allí, al otear el horizonte, vi cómo el sol se deshacía en fuego, y las partículas de polvo se convertían en un universo de chispas. Cerré el cuaderno con reverencia, consciente de que no había hallado un tesoro material, sino un secreto que pedía un guardián. No me marché con respuestas, sino con una certeza: esa mujer había escrito para alguien como yo, alguien dispuesto a escucharla con el corazón abierto.

Comprendí entonces que cada palabra suya, aunque nacida en soledad, formaba parte de una constelación de memorias silenciadas. Cada pincel escondido, cada canto apagado, cada diario oculto era un fragmento de justicia pendiente. Esa fue mi revelación: la historia, para ser completa, debe integrar a quienes soñaron y resistieron, aunque intentaran borrarlas.

El verdadero secreto del altillo era este: que las voces de aquellas mujeres, reducidas a rincones oscuros, siguen ardiendo como lumbre. Solo necesitamos la valentía de abrir sus páginas y dejarnos apapachar por su legado.

Derechos de autora reservados

Septiembre 2025




EXTRAÑAS SENSACIONES

 





Título: Extrañas sensaciones

Autora: Marcela Barrientos

País: Argentina

Desde niña me invadía una certeza inexplicable, un rumor en la sangre que no encontraba nombre. No tenía pruebas, ni un gesto, ni una palabra que lo confirmara; eran fragmentos: un silencio que se hacía costumbre en ciertas miradas, una pausa que cortaba historias en la sobremesa. Fui amada, cuidada, celebrada. Crecí entre abrazos y voces que me llamaban hija. Y, sin embargo, cada vez que me miraba al espejo, algo me devolvía un reflejo ajeno, como si la piel no terminara de coincidir con el nombre que me dieron. El rostro conocido aparecía, pero por debajo había una frecuencia distinta, una señal que no lograba decodificar.

Era una sospecha que no se formulaba en frases claras, sino en huecos. Una inquietud que me hacía distinta de mis hermanos: ellos parecían encajar sin esfuerzo, como piezas exactas de un rompecabezas. Yo, en cambio, me sentía borde, filo, la pieza que nunca encuentra su lugar. En la infancia, esa sensación se expresaba en gestos pequeños: inventaba mapas en el dorso de los cuadernos, como si trazando rutas pudiera llegar a un origen que todavía no conocía.

También buscaba papeles. Revolvía cajones, miraba bolsas de documentos, espiaba fotos que no tenían fecha. Soñaba que encontraría un nombre distinto en un acta, una carta olvidada que lo explicara todo. Nunca hallé esa carta, pero sí la sensación de haber sido siempre la archivista de un misterio propio.

Con la adolescencia cambiaron los modos de búsqueda: ya no eran objetos sino personas. Interrogaba a parientes en conversaciones casuales y las respuestas oscilaban entre evasiones y negaciones. Una risa nerviosa, un cambio de tema, un “no pienses eso”. No obtenía certezas, pero cada silencio me confirmaba que había algo que se intentaba ocultar.

La intensidad de la duda no fue constante: a veces se volvía tenue, como una bruma apenas audible; otras, ocupaba todo mi pensamiento. Hubo temporadas en que la rutina la acallaba, y otras en que regresaba con voracidad, como un eco obstinado que no podía ser apagado.

Había algo en mi forma de existir que no lograba ajustar. No era rebeldía ni desamor. Era un ruido interno, como una cuerda que vibra en una melodía ajena. En las noches, cuando el silencio de la casa caía sobre mí, esa sensación se volvía más fuerte: la certeza de ser un cuerpo prestado, una presencia que no terminaba de pertenecer.



Con los años la duda se volvió pregunta articulada y, al mismo tiempo, conservó su aspecto elemental: un conocimiento que la razón no poseía pero que mi cuerpo sí reconocía. La interrogación sobre mi origen me empujó a confrontar el lenguaje de la familia; hubo conversaciones que fueron minas de silencio. En algunas, la revelación fue implícita: frases a medias, miradas que se apartaban, la prisa por cambiar de tema; en otras, la confirmación llegó en un despliegue controlado, como si se me ofreciera la verdad en porciones admitidas. 

“Eres adoptada”, me dijeron. Y en ese instante, como si una cerradura antigua se liberara, muchas piezas encajaron con la violencia de lo inevitable.

No fue sorpresa: no esperaba un estallido sino la confirmación de una intuición que me había acompañado desde la infancia. La anagnórisis no llegó como drama melodramático sino como una especie de catarsis que mezclaba alivio, dolor y desorientación. Comprendí por qué mi piel lloraba cuando la llamaban “igual” y por qué mi alma flotaba como pluma en un aire distinto. La revelación no borró el amor recibido —ese amor seguía allí, acendrado, íntegro—; lo que dolió fue la mentira, el recorte que había hecho de mi historia la familia que me formó con cariño. Sentí, por un momento, que me deslizaba entre dos superficies: la que me había sostenido y la que, por herencia, me sería ajena.


Hoy camino entre dos mundos: el de la familia que me eligió y me sostuvo, y el de la sangre que nunca conocí. Soy puente entre orígenes, y a veces ese puente cruje como una escalera vieja que no sé si soportará el peso de mis pasos. Vivo con la paradoja de ser hija doble y, a la vez, hija sin raíces claras.

¿Soy rara? ¿Soy un error? Me lo he preguntado tantas veces que la pregunta se volvió canción. No encajo del todo aquí ni allá. Pero en esa diferencia también hay fuerza. Mi identidad no es un vacío, sino una constelación hecha de fragmentos: papeles, silencios, afectos, recuerdos. Un rompecabezas que nunca cierra del todo, pero que igual dibuja una figura.

La memoria tiene capas que a veces se archivan como si fueran cartas sin remitente. He aprendido a leer esas capas con más paciencia: a distinguir el afecto que me conformó del dato que me faltó, a aceptar que la autenticidad puede existir aun cuando la genealogía no coincida con las expectativas. Y aun en la aceptación persiste un filo: la curiosidad por la sangre que me precede, por los nombres que mis papeles no pronuncian. Esa búsqueda no es siempre ardiente; hay periodos de tregua, de sosiego —en los que la vida cotidiana, las obligaciones y las pequeñas alegrías aplacan la urgencia— y hay temporadas en las que la curiosidad se despierta con voracidad, me empuja a interrogar archivos, a llamar a parientes, a rastrear apellidos en antiguas planillas amarillas.


No elegí esta condición, pero ahora sé que no soy menos por sentirme extraña. Soy una nota fuera de lugar que, sin embargo, hace temblar la melodía entera. La nota que se salió de la armonía no anula la melodía; la desajusta, la transforma. En esa transformación voy buscando, con paciencia variable, los papeles que aún faltan y las palabras que aún no se dijeron. Y en la búsqueda misma, aunque a veces duela, habita ya una forma de pertenencia: una que no se ajusta a categorías limpias, sino a la trama compleja de lo que soy. Una nota que, sin embargo, hace temblar la melodía entera.

Derechos de autora reservados 

Septiembre 2025



EL HUÈSPED INVISIBLE

 


Título: El huésped invisible

Autora: Marcela Barrientos

País: Argentina


Despertó sin reconocer la forma de la habitación. Las paredes parecían más altas de lo habitual, como si quisieran cerrarse sobre él. El aire se espesaba con cada respiración y el silencio, lejos de traer calma, retumbaba con una insistencia que lastimaba los oídos. Quiso incorporarse, pero el cuerpo parecía ajeno, como si alguien más hubiese tomado posesión de sus músculos y se entretuviera en negarle obediencia.

La garganta se le transformaba en un túnel estrecho, donde las palabras se atascaban. Intentó llamar, pero de su boca solo salió un murmullo quebrado. La soledad de ese espacio desconocido se volvía aún más brutal al ver que ninguna ventana ofrecía salida. El aire estaba allí, pero cada bocanada se sentía incompleta, como beber de un vaso que nunca logra llenarse.

En su pecho algo se agitaba con la violencia de un pájaro atrapado. El ritmo era desordenado, apresurado, casi cruel. Aquella vibración interna no era producto del ejercicio ni de la sorpresa: era un tambor que golpeaba con furia desde adentro, una música incontrolable que dominaba cada fibra de su ser.

—“Respira, solo respira…” —se decía, pero la frase rebotaba contra las paredes invisibles de la mente y regresaba distorsionada, burlona.

—“¿Respirar? No puedes. Yo decido por ti. Yo marco el compás.”

Comenzó a caminar en círculos, tanteando las paredes lisas que se alargaban en corredores imaginarios. Sus manos, húmedas y resbaladizas, dejaban marcas en la superficie, como si buscara pruebas de que ese sitio era real. El sudor caía en hilos helados por la espalda, contradiciendo el calor abrasador que lo envolvía.

Quiso razonar. Intentó ordenar pensamientos que se disolvían antes de completarse. Cada idea era un cristal que se quebraba apenas trataba de sostenerlo. Los nombres, los recuerdos, incluso la noción del tiempo, se le escurrían como arena entre los dedos.

La confusión lo envolvía como una niebla espesa: no sabía si el techo estaba por derrumbarse o si era su mente la que se fragmentaba. Los recuerdos aparecían y desaparecían, rostros queridos se mezclaban con sombras sin nombre, y hasta la noción de quién era él mismo parecía resquebrajarse. Intentaba hilar pensamientos, pero cada uno se partía antes de completarse, dejándolo atrapado en un laberinto sin salida.

—“Esto no es real. Saldré de aquí. Tengo que salir.”

—“No, no hay salida. Soy yo quien abre y cierra cada puerta. Y tú eres mi prisionero.”

Las luces —si es que existían— parpadeaban en su imaginación más que en la habitación. Cada destello lo enceguecía un instante y le dejaba imágenes fugaces: un pasillo que se derrumbaba, un techo que se inclinaba sobre su cuerpo, una multitud invisible que lo observaba con ojos acusadores. Todo estaba allí y no estaba.

El cuerpo le respondía con señales confusas: un calor ardiente en las mejillas, escalofríos en la nuca, temblores en las piernas. Era como si estuviera ardiendo y congelado a la vez, partido en dos sensaciones imposibles de conciliar. Su corazón martillaba con tanta fuerza que sentía que en cualquier momento podría desgarrarle el pecho.

La urgencia de escapar lo impulsaba, pero los pies se negaban a avanzar con firmeza. Caminaban torpes, como si el suelo se convirtiera en barro o arena movediza. En su boca, un sabor metálico se acumulaba, recordándole que incluso su propio cuerpo podía traicionarlo.

—“Por favor, basta. Solo quiero silencio.”

—“El silencio soy yo, y aun en silencio seguirás escuchándome.”

La visión se estrechaba como si un túnel lo arrastrara hacia el centro de la nada. Cada objeto se distorsionaba: las esquinas parecían más puntiagudas, las sombras más densas, y hasta su propia respiración sonaba como un rugido en su oído. Una corriente invisible lo empujaba contra sí mismo, haciéndole sentir que su cuerpo ya no le pertenecía.

El rostro se le desencajaba, como si viera un espectro. Y en cierto modo así era: el espectro estaba dentro. Cada segundo se volvía infinito, cada latido un martillo. No había reloj, pero el tiempo parecía detenido en una tortura inmóvil.

Cayó de rodillas, buscando el contacto del piso como ancla. El frío del suelo lo aferró a la realidad, aunque al cerrar los ojos el mundo interior resultó aún más cruel: figuras deformes lo rodeaban, pasos inexistentes resonaban en su mente, y la piel se le encogía como si lo desnudaran ante un tribunal invisible.

—“No te muevas, no luches. Soy más fuerte que tú.”

—“No… no lo eres. No puedes ser eterno.”

Se dobló sobre sí mismo, con los brazos rodeando el pecho, como si quisiera impedir que aquel tambor descontrolado lo destrozara desde dentro. El aire que lograba inhalar era tan escaso que cada respiración parecía la última. En la garganta, un nudo lo sofocaba como si alguien invisible apretara sus manos contra su cuello.

No había tesoros ocultos ni secretos revelados en esa habitación extraña. Lo único presente era un huésped invisible, un visitante indeseado que le arrebataba el aire, el control y la calma.

Y entonces la comprensión se abrió paso como un destello: aquel lugar no era físico. La prisión estaba en su propio cuerpo, sitiado por una fuerza intangible. El enemigo tenía un nombre que apenas se atrevía a pronunciar, pero que lo dominaba por completo: era un ataque de pánico.

Derechos de autora reservados 

Argentina 

Septiemvre 2025


EL DIARIO EN LA ESPESURA

 


Título: El diario en la espesura

Autora: Marcela Barrientos



Lo encontré de la forma más insólita, como si hubiera estado aguardando mi paso. Entre raíces húmedas y hojas secas, en un claro del bosque, yacía un cuaderno de tapas gastadas, apenas sujeto por una cuerda que parecía recién atada. Al principio pensé que alguien lo había perdido hacía poco; sin embargo, al abrirlo, las páginas amarillentas y quebradizas me devolvieron el olor agrio del tiempo y una caligrafía inclinada, elegante, de otra época.

Leí a la luz temblorosa que se filtraba entre los árboles. El diario hablaba de una casa escondida en la espesura, un refugio secreto donde su autora —cuyo nombre nunca revelaba, solo firmaba con iniciales— había vivido un exilio voluntario. Describía puertas carcomidas, un baúl herrumbroso, y la promesa de que quien llegara allí hallaría “lo que jamás buscó, pero siempre le perteneció”.

No supe por qué, pero esas palabras me calaron hondo, como si fuesen dirigidas a mí. Cerré el diario y, obedeciendo una intuición inexplicable, seguí la ruta bosque adentro.

Caminé durante horas. El aire se espesaba, cargado de humedad y resina, y mis pasos crujían sobre ramas que parecían protestar por mi intromisión. Cuando ya pensaba que todo era un delirio, vi la casa: abandonada, cubierta de enredaderas, con una puerta entreabierta que dejaba escapar un hilo de luz dorada, como si el sol hubiera quedado atrapado dentro.

Me detuve un instante. El silencio era tan absoluto que oía mi propio pulso. Empujé la puerta y el chirrido se confundió con un lamento. Adentro, el polvo flotaba como un velo sobre los muebles, y cada objeto parecía congelado en un gesto de espera.

En una mesa encontré una vela intacta y una caja de fósforos. La encendí, y su llama alargó las sombras, revelando un estante con libros de lomo desgastado y una guitarra con la madera resquebrajada. Acaricié sus cuerdas oxidadas, y un acorde quebrado, como un suspiro, vibró en la penumbra.

Exploré habitación tras habitación. En una encontré un álbum de fotos: rostros severos, mujeres con vestidos largos, niños que miraban con ojos demasiado graves para su edad. En medio de esas imágenes, una mujer me devolvió la mirada. Tenía el mismo lunar sobre la ceja izquierda que yo. Sentí un escalofrío; cerré el álbum con brusquedad, como si quisiera borrar lo que había visto.

En el desván, bajo una viga torcida, hallé el baúl mencionado en el diario. Estaba cubierto de polvo, con herrajes oxidados y etiquetas de viajes a lugares cuyos nombres parecían inventados. Lo abrí con esfuerzo. Dentro no había oro ni cartas de amor, sino objetos triviales: un pañuelo bordado, una brújula rota, un manojo de llaves sin cerraduras. Pero al tocar cada cosa me ocurrió algo imposible: una oleada de recuerdos me invadía, recuerdos que no eran míos.

El pañuelo me llenó de la angustia de una despedida en un puerto: sentí el abrazo de alguien que lloraba y el olor a sal marina. La brújula me transmitió la euforia de un viaje en barco, el viento en la cara, el vértigo de lo desconocido. Con las llaves en la mano experimenté la extraña certeza de abrir puertas en ciudades que jamás había visitado.

Retrocedí, aturdida. Comprendí que la casa guardaba memorias vivas, atrapadas en los objetos, y que al tocarlos yo las absorbía, como si me prestaran cuerpos ajenos.

Corrí hacia la mesa donde había dejado el diario. Lo abrí de nuevo. La autora escribía que la casa era un santuario de memorias, que quien entrara allí se convertiría en custodio de experiencias que no debía olvidar la humanidad. Y añadía algo más: “Entre esas memorias estará la tuya, aunque aún no la hayas vivido. Y cuando la encuentres, sabrás que no llegaste aquí por azar”.

Con el pulso acelerado volví a abrir el álbum de fotos. Pasé una a una las páginas hasta que llegué al final. Allí estaba: una foto de mí misma, no la de ahora, sino una que aún no había ocurrido. Me vi en un puerto, con una maleta en la mano, mirando un horizonte de barcos. Reconocí la bufanda que yo misma había comprado hacía apenas unos días, pensando en un futuro viaje.

Sentí que el aire me faltaba. La mujer del diario, aquella de iniciales misteriosas, no era solo alguien del pasado; de algún modo, era yo misma en otro tiempo, o en otro ciclo de vida. La casa no me esperaba como visitante, sino como heredera.

Las velas se consumían, el humo se espesaba. Afuera, el bosque parecía cerrar su cerco. Comprendí con claridad que ya no podía abandonar ese lugar sin llevarlo conmigo, sin cargar la memoria de quienes habían vivido, amado y sufrido antes que yo.

Me quedé en silencio, con la vela en la mano y el diario abierto. Por primera vez, supe que mi historia no me pertenecía por completo: era parte de una corriente de voces, y yo era solo el siguiente eslabón en esa cadena infinita de memoria.

La llama titiló. Y entendí que, aunque podía salir de la casa, ya jamás volvería a estar sola.

Derechos de autora reservados

Septiembre 2025


lunes, 15 de septiembre de 2025

POEMA A LA CINTURA

 


En la búsqueda de la cintura perdida,

me aventuré por la panza escondida,

con lupa en mano y cinta métrica en bolsillo,

buscando entre la grasa un resquicio.


Serpenteando entre pliegues y dobleces,

como buscando tesoros en las pecas feas,

la cintura se escondía juguetona y traviesa,

entre migajas de pan y papas fritas, confiesa.


¡Ay, cintura mía, dónde te has ido!

¿Acaso te perdiste en el camino del olvido?

Entre chistes y bromas, te busco sin cesar,

pero solo encuentro más y más panza al mirar.


Quizás hice trampa, te escondiste bien,

entre los kilos de más que conseguí sin querer,

pero no desisto, persisto en mi misión,

¡encontrarte, cintura, se vuelve una obsesión!


Así que entre carcajadas y algún que otro suspiro,

sigo la pista de la cintura en su retiro,

y aunque se oculte detrás de la gordura acumulada,

sé que con paciencia y humor, será rescatada.


¡Que venga a mí la cintura perdida,

que entre risas y burlas será revivida,

y si no aparece pronto en la panza escondida,

al menos tendré un poema, como huella divertida!

Marcela Barrientos 22-01-2025

Derechos de autora reservados

A MI MADRINA, LUZ EN L DISTANCIA

 







A mi madrina, luz en la distancia


En el jardín de mis recuerdos,

donde florecen las risas y los abrazos,

tu voz es un susurro de brisa suave,

una melodía que acaricia el alma,

siempre presente, aunque el tiempo nos separe.


Eras el sol que iluminaba mis días,

la primera en saludarme,

como un rayo dorado que despierta al alba,

tejiendo con hilos de amor

el tapado que envolvió a mi hija,

un abrigo de fe y ternura,

un legado de tu generosidad infinita.


En tu hogar, cada rincón era un refugio,

un santuario de risas y dulces aromas,

donde el mate danzaba en el aire,

y las historias se entrelazaban 


tú, con tu cobijo maternal,

un faro en la espera,

un abrazo que nunca se olvida.


Hoy, en este instante de memoria,

no te despido, querida madrina,

pues me queda tu esencia en cada latido,

en cada paso que doy,

eres parte de mi ser,

una estrella que brilla en mi corazón,

un eco de amor que nunca se apaga.


Tu legado vive en mí,

como un río que fluye sin cesar,

y aunque la distancia nos separe,

tu luz siempre guiará mi andar.

Gracias por ser el ángel que me acompaña,

por cada momento compartido,

por ser la madre de mi alma,

en este viaje llamado vida.

Marcela Barrientos 23-01-2025

Derechos de autora reservados

Argentina 

MI QUERIDA ESPAÑA

 



En el norte de España, como bruma,  

Galicia es abrazo de mar y montaña,  

las olas susurran como una luna,  

y el verde canta en su alma campaña.


En Cataluña, la luz del día resplandece,  

como la danza de las fuentes de Gaudí,  

la pasión se siente, el corazón enceguece,  

en cada rincón hay arte y magia aquí.


En Andalucía, el sol brilla en su esplendor,  

como fuego en la piel de flamenco ardiente,  

los campos dorados, la pasión y el amor,  

se funden en la esencia de esta gente.


En el centro de España, en la meseta,  

Castilla se yergue con su fuerza y su historia,  

el viento susurra las gestas secretas,  

y la tierra guarda la memoria.


En el este, Valencia florece como un jardín,  

con sus naranjos en flor y su mar cantarín,  

la paella hierve, la fiesta no tiene fin,  

y la alegría se siente en cada confín.


En el sur, la tierra de flamenco y guitarra,  

Andalucía en su esencia colorida,  

se viste de fiesta, de pasión y de parra,  

y en sus calles late la vida compartida.


Desde el País Vasco hasta las islas Baleares,  

España se despliega como una flor,  

con sus contrastes, sus luz y sus mares,  

un país de ensueño, un tesoro de amor.

Marcela Barrientos 18/02/2025

Derechos de autora reservados

Argentina