Título: Caligrama radical
En el corazón de la tierra, donde la caliginosidad del suelo se encuentra con la luz del día, siento como mi propia raíz se afianza. Es como un homúnculo de mi deseo de crecer, un espejo de la metanoia que transforma mi energía latente en vida. Desde este sustrato, yo empiezo mi viaje hacia la eudaimonia, buscando el bienestar en cada fibra de mi ser.
Mientras las hojas susurraban suavemente con la brisa, el viejo árbol sintió un escalofrío recorrer su tronco al recordar tristes episodios del pasado. Había aprendido a percibir la energía de los seres que se acercaban a él, y en esos momentos, una sombra oscura lo cubría imperceptiblemente cargada de malas intenciones humanas. Su savia palpitaba con inquietud, como si intentara advertir a los animales del bosque que algo no estaba bien.
Justo cuando su mente luchaba contra esa sensación ominosa, una risita clara y alegre rompió el silencio. Una niña pequeña, con flores en el cabello y ojos brillantes de curiosidad, se acercó a él, ignorando la neblina de dudas que lo rodeaba. Su presencia iluminó el ambiente, y el árbol sintió cómo su corazón se llenaba de emoción, recordando que incluso en medio de la penumbra, la inocencia y la bondad podían renacer.
—¿Qué sientes, árbol? —me pregunta la niña con ojos curiosos.
—Las raíces, frugales y tenaces, se extienden en busca de nutrientes —le respondo—, mientras mis ramas, impulsadas por el heliotropismo, se orientan hacia el sol, como si en un acto de tagoretear me dejara llevar por la música del viento. Cada hoja es un poema de vida, un caligrama que se despliega en el aire, danzando en un undísono con el murmullo de las hojas adyacentes.
—¡Qué bonito! —exclama la niña—. ¿Y qué pasa cuando creces?
—A medida que crezco, florezco en una explosión de colores —le explico—. Mis flores son inefables, un espectáculo que trasciende las palabras, un holocausto de belleza que desafía la inexorable marcha del tiempo. En cada flor se encierra el potencial de una nueva vida, un recordatorio de que mi florecimiento no es solo un destino, sino un viaje.
—¿Y luego? —pregunta ella, con una mirada expectante.
—Con el paso de las estaciones, me convierto en un refugio, un símbolo de serenidad y ataraxia. Mi sombra ofrece alivio ante las tormentas, mientras mis ramas son testigos de la vida que se desarrolla a mi alrededor. Mis frutos, dulces y abundantes, son un regalo de la naturaleza, un florilegio de generosidad que comparto con el mundo.
—¿Y qué pasa con las semillas? —pregunta la niña, con una curiosidad renovada—. ¿Cómo se esparcen por el mundo?
—Ah, las semillas, pequeñas promesas de vida —respondo, con una sonrisa en mi tronco—. Ellas tienen aliados en la naturaleza. Las abejas, con su danza, las ayudan a florecer, y el viento, con su suave susurro, las lleva a nuevos destinos. Juntos, forman un equipo perfecto, asegurando que cada semilla encuentre su camino para crecer y florecer en su propio rincón del mundo.
—¿Y qué pasa cuando llega el invierno? —pregunta la niña, con un tono de preocupación en su voz.
—Ah, el invierno —respondo, con un susurro en mi voz—. Es un tiempo de reposo, de introspección. Mis hojas caen, y mi silueta se torna austera. Pero no te equivoques, querida amiga, porque en la quietud se encuentra la preparación para el renacer. Es un ciclo, un recordatorio de que después de cada oscuridad, siempre llega la luz.
La niña se queda en silencio, como si procesara mis palabras. Luego, levanta la vista hacia mí y dice:
—Entonces, siempre hay esperanza, ¿verdad?
—Exactamente —afirmo, sintiendo cómo la energía de su inocencia me envuelve—. La esperanza es la savia que fluye en nuestro interior, incluso cuando el frío aprieta. Y tú, pequeña, también eres parte de este ciclo. Cada vez que ríes, cada vez que sueñas, estás contribuyendo a la danza de la vida.
Ella sonríe, y en sus ojos brilla una chispa de comprensión. Se acerca un poco más, como si quisiera abrazar mi tronco.
—¿Puedo darte un abrazo? —pregunta tímidamente.
Con un suave vaivén de mis ramas, me inclino hacia ella. La niña rodea mi tronco con sus pequeños brazos, y en ese instante, el tiempo parece detenerse. Siento la calidez de su abrazo, una conexión profunda que trasciende las palabras.
—Gracias, querido árbol —susurra al alejarse—. Siempre recordaré nuestra charla.
—Y yo recordaré tu luz, pequeña amiga —le respondo, mientras ella se aleja, llevando consigo un pedacito de mi esencia.
El viento sopla suavemente, y en ese abrazo compartido, se sella un lazo que perdurará en el eco de las estaciones. En el corazón de la tierra, donde la profundidad misteriosa del suelo se encuentra con la claridad del día, sé que, como un caligrama radical, seguimos entrelazados en la historia de la vida, siempre creciendo, siempre transformándonos.
Marcela Barrientos 12-03-2025
Derechos de autora reservados
Argentina


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