Francisco, hermano de todos
Eligió llamarse Francisco,
no por gloria, ni por trono,
sino por el santo que abrazó la tierra,
que despojado y libre,
hablaba con el sol y el lobo herido.
Eligió llamarse así
porque quiso ser puente,
no muro.
Quiso andar descalzo
sobre las heridas del mundo
y cantar la paz
como una alondra sin jaula.
Fue pastor con olor a oveja,
voz de los que no tienen voz,
caricia de Dios en las periferias.
No bendijo coronas,
sino manos ajadas.
No alzó báculos de oro,
sino miradas.
Y desde Roma alzó su cruz
hecha de barro humano
y la compartió,
como se comparte el pan.
Lumen Fidei fue su farol en la noche,
la fe que no se impone,
sino que invita a mirar
con los ojos del corazón.
Laudato Si, su canto a la Casa Común,
grito verde en defensa del río,
del árbol, del pobre,
del aire que gimen los hijos.
Fratelli Tutti, su sueño sin fronteras,
un mundo donde el otro
no sea extraño ni sombra,
sino hermano.
Dilexit Nos, su último susurro:
“Él nos amó primero”.
Y con ese amor sembró
palabras como semillas,
gestos que abrieron puertas,
silencios que consolaron
más que mil discursos.
Y ayer, cuando el mundo alzaba
sus ojos al Domingo de la Resurrección,
dio su última bendición desde el alma,
como quien se despide en paz,
dejando en la plaza
una estela de luz
y una esperanza que no muere.
Hoy su voz calla en la plaza,
pero su eco vive en las manos
que curan, que abrazan,
que resisten con ternura.
Y yo, argentina de alma,
me descubro el pecho
de puro orgullo:
porque fue de los nuestros,
de barrio, de mate, de gesto simple.
Porque su santidad no usó coronas,
sino zapatos gastados.
Porque caminó liviano
para llegar más hondo.
Porque, aún vestido de blanco,
nunca dejó de ser
ese cura del pueblo
que soñaba con un mundo
donde Dios no tuviera puertas.
Marcela Barrientos 21-04-2025
Derechos de autora reservados
Argentina


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