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miércoles, 30 de abril de 2025

KAELIS Y EL ESPECTRO DEL REY ATLAS

 



Título: Kaelis y el espectro del rey Atlas

En la majestuosa ciudad de Atlantis, donde los templos de oricalco brillaban bajo la luz de un sol eterno y los canales serpenteaban entre grandes torres de mármol, vivía Kaelis, un joven escriba de la casta de los sabios. Desde su infancia, había sido visitado por sombras que susurraban secretos en lenguas olvidadas, voces que parecían arrastrarse desde el fondo del océano y que solo él podía escuchar.

Antes de presentarse ante Kaelis, el espectro del rey Atlas recorría la ciudad que una vez gobernó. Deslizándose entre las calles, contemplaba con nostalgia los grandes templos, las plazas llenas de vida y los jardines colgantes donde los atlantes se reunían para discutir filosofía y astronomía. Observaba a los sacerdotes rendir tributo a Poseidón, ignorantes de que su dios ya no los protegía, y a los comerciantes intercambiar metales preciosos, sin saber que pronto todo lo que poseían sería tragado por el océano. Con cada paso etéreo, sentía el peso del tiempo y la inminente condena de su pueblo. Cuando finalmente encontró a Kaelis, su última esperanza, supo que debía entregarle el mensaje antes de que fuera demasiado tarde.

Kaelis sabía que no estaba loco. Aquellas sombras eran los fantasmas de los primeros reyes de Atlantis, los hijos de Poseidón, que le hablaban del destino de la ciudad. Cada noche, mientras los demás dormían, él se encerraba en su estudio, rodeado de papiros y tablillas, y escribía con una caligrafía trémula las advertencias que aquellos espectros le traían:

"El agua se alzará. El cielo tronará. La ira de los dioses nos alcanzará".

Pero lo más inquietante era que, al despertar, encontraba nuevos fragmentos en sus escritos, líneas que él no recordaba haber plasmado. Su pluma se movía sola en la noche, sus papiros registraban palabras desconocidas, como si los propios recuerdos de Atlantis intentaran preservarse en la tinta.

Los atlantes, orgullosos de su grandeza, no prestaban atención a presagios ni advertencias. La ciudad, cuna del conocimiento y la tecnología, prosperaba sin límites. Sus habitantes, descendientes de los dioses y hombres, vivían en la opulencia, y su rey, Altheon, se negaba a creer en la caída de su imperio.

Sin embargo, Kaelis sabía que el final estaba cerca. En sus visiones, los mares rugían y devoraban la ciudad, las tierras se partían y la brillante Atlantis se hundía en un abismo sin fondo. Las sombras de los antepasados lo llevaban a través de universos paralelos, mostrándole versiones de Atlantis que ya no existían, mundos en los que la ciudad se había salvado y otros en los que ni siquiera había sido fundada.

—No es tarde, Kaelis —le susurró el espectro del rey Atlas, el primer soberano de Atlantis—. Debes advertirlos.

—He tratado, pero nadie me escucha —respondió Kaelis con desesperación—. Me llaman loco, se ríen de mis advertencias. ¿Cómo puedo convencerlos?

Atlas lo observó con tristeza, su figura espectral vibrando en la penumbra del estudio de Kaelis.

—El destino ya está escrito. Pero aún puedes salvar lo más valioso de Atlantis: su conocimiento, su legado. Debes partir.

—¿Partir? —Kaelis frunció el ceño—. No puedo abandonar mi hogar.

—Si te quedas, perecerás con ellos. Pero si cruzas el umbral, Atlantis vivirá en otra forma. En otro tiempo.

Kaelis dudó. Sabía que tenía razón, pero el amor por su gente lo ataba a la ciudad. Entonces, el fantasma extendió una mano transparente y tocó su frente. En un instante, Kaelis vio el futuro con claridad: la ola gigantesca, el fuego devorando los templos, la desesperación de los atlantes al comprender que su soberbia había sellado su destino.

Esa noche, la ciudad comenzó a reaccionar. Los templos vibraban con un murmullo sordo, los canales parecían cambiar sutilmente de dirección, y los edificios crujían como si quisieran advertir a sus habitantes. Atlantis respiraba, su esencia intentaba aferrarse a la existencia antes de la inminente destrucción.

Al día siguiente, con la determinación de un profeta maldito, Kaelis llevó sus escritos a los consejeros reales. Lo ridiculizaron y lo expulsaron del palacio. Desesperado, caminó por la ciudad, observando a la gente celebrar sus festines, ignorantes de la catástrofe que se cernía sobre ellos. Sabía que debía actuar por su cuenta.

La última noche en Atlantis fue silenciosa. El aire olía a tormenta, y el suelo temblaba con un murmullo sordo. Kaelis corrió al templo de Poseidón, el más sagrado de la ciudad. En su interior, las estatuas de oro y marfil parecían observarlo con tristeza. El océano afuera rugía con fuerza, y Kaelis sintió que no era solo el viento lo que lo agitaba: había una presencia en las aguas, una conciencia antigua, una voluntad colérica y doliente.

—Si debo perecer con mi pueblo, lo haré. Pero si existe una forma de preservar nuestra historia, que así sea —murmuró.

Al tocar el altar, sintió un estremecimiento recorrer su cuerpo. La realidad se desgarró ante sus ojos, y un portal se abrió frente a él. Al otro lado, una Atlantis intacta flotaba en la inmensidad de un universo paralelo, una versión de la ciudad que jamás había caído. Kaelis entendió lo que debía hacer: debía llevar consigo los registros de Atlantis para que, en algún rincón del tiempo, su civilización no fuera olvidada.

Cuando la gran ola cubrió la ciudad, Kaelis ya no estaba allí. Había cruzado el umbral, llevando consigo las palabras de los fantasmas y la memoria de un mundo perdido.

Hoy, algunos dicen que los ecos de Atlantis aún resuenan en los sueños de los poetas y visionarios, que en noches de luna llena, Kaelis camina entre nosotros, susurrando los secretos de una ciudad que una vez desafió a los dioses.

Marcela Barrientos 18-03-2025

Derechos de autora reservados

Argentina 

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