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martes, 20 de mayo de 2025

UN VIAJE DIFERENTE

 



Era diciembre de 1974 y el verano ya abrazaba Corrientes con su calor intenso y su cielo despejado. Llenamos el auto con valijas, regalos y entusiasmo: íbamos a pasar las fiestas allí, como tantas otras veces. Ese lugar siempre fue sinónimo de alegría, reencuentros, calor humano y niños corriendo por todos lados. La casa de mi tía, enorme y ruidosa, nos recibía como si nunca nos hubiéramos ido.

Esa Navidad, una de mis primas esperaba su cuarto hijo. Ya tenía tres nenas, todas preciosas, y todos en la familia deseaban que esta vez llegara el varón. Aún la recuerdo apoyada en la mesada de la cocina, acariciando su panza con una sonrisa calma. Parecía tan serena, tan feliz.

Durante la noche de Navidad, me hamacaba con su hija menor, que tenía más o menos mi edad. Nos reíamos sin parar mientras la hamaca crujía, casi como si supiera que ese momento debía quedar grabado para siempre. Era una noche tibia, cargada de perfumes del jardín y risas infantiles. La mesa larga estaba llena de comidas caseras, los adultos brindaban y charlaban animadamente, y los primos jugábamos descalzos bajo el cielo estrellado. Todo parecía eterno, como si el verano nunca fuera a terminar.

Pero el verano pasó, y con el inicio del ciclo lectivo regresamos a Buenos Aires. Unos días después, llegó una llamada telefónica: ¡mi prima había tenido un varón! Las voces en casa se llenaron de emoción. “¡Por fin el varón!”, decían. Yo me lo imaginaba con los ojos de su mamá y la sonrisa de sus hermanas.

Sin embargo, seis meses más tarde, todo cambió de forma brutal.

Era una fría mañana de junio, ya bien entrado el invierno. Volvía del colegio con el portafolio en la mano y el guardapolvo todavía abrochado. Al entrar, encontré a mi mamá acostada, rodeada de vecinos. Mi papá llegó poco después, mucho antes de su hora habitual. Algo grave pasaba.

—Tenemos que irnos ya —dijo, con una voz apagada, desconocida.

No entendía nada, pero obedecí. El viaje a Corrientes, que siempre había sido un camino hacia la felicidad, esta vez fue un silencio de más de doce horas. Las rutas estaban grises, el aire helado, y el coche avanzaba como arrastrado por una tristeza que no se nombraba.

Allí, entre susurros y llantos, me enteré. Un accidente. Un paso a nivel. Un tren. Mi prima, su esposo, sus dos hijitos, el bebé que nunca conocimos y la suegra de mi prima habían muerto.

—Murieron en el acto —escuché decir a alguien—. Solo él sobrevivió unas horas, pero no llegó al hospital.

No sabía a quién se referían. Solo supe que no volvería a ver a esa prima que se hamacaba conmigo, ni a su mamá, ni al bebé que había sido la alegría de toda la familia. Un murmullo que aún me estremece llegó hasta mis oídos: “Parece que una de ellas murió decapitada”. No sé si fue verdad o imaginación de mi mente de siete años. Pero fue suficiente para que todo dentro de mí se quebrara.

Corrientes, ese invierno, ya no era la misma. No estaban el bullicio ni los brindis. El patio donde antes había juegos estaba silencioso, como si también guardara duelo. Vi rostros desencajados, ojos hinchados de tanto llorar, abrazos que no alcanzaban para consolar. Yo también lloré, aunque no entendía del todo por qué algo tan trágico podía pasar de un día para el otro.

Durante mucho tiempo no pude hablar de eso. Me preguntaba por qué, por qué a ellos, por qué tan pronto. Recién con los años entendí que hay cosas que no tienen explicación, que la vida a veces se parte en dos sin aviso.

Aunque la vida siga, hay un rincón en mi memoria donde esa hamaca sigue moviéndose y una niña sonriente me acompaña en esa noche calurosa de fin de año, mientras el invierno de aquel día sigue congelado en mi recuerdo.

Marcela Barrientos 09-05-2025

 Derechos de autora reservados

Argentina

 


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