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lunes, 27 de octubre de 2025

EL OTOÑO DORADO, UNA CELEBRACIÓN DE LA EDAD MADURA

 



Título: El otoño dorado, una celebración de la edad madura.

Autora: Marcela Barrientos.

Al llegar marzo, los árboles se vestían con una paleta de dorados, ocres y rojos, como si la naturaleza celebrara una despedida al verano. Entre las hojas que caían, llenando de un suave crujido el suelo, Clara paseaba, sintiendo la frescura del viento en su rostro. Para ella, el otoño era una metáfora de su vida en esta edad dorada, una celebración de los más de cincuenta años acumulados en su andar.

Cada hoja que descendía representaba un recuerdo, un momento vivido, una lección aprendida. Aunque solía mirar atrás con nostalgia, hoy entendía que la caída de las hojas no significaba un final, sino más bien un nuevo comienzo. La descomposición de las hojas alimentaba la tierra, preparándola para el renacer de la primavera. Así también, ella sentía que los años pasados habían fertilizado su alma, permitiéndole cultivar una sabiduría que solo el tiempo puede otorgar.

En ese paisaje otoñal, encontraba una belleza serena. La luz dorada del sol se filtraba entre las ramas, iluminando su camino y recordándole que, aunque el tiempo hubiese dejado sus marcas, cada línea en su rostro contaba una historia de fortaleza y resiliencia. El dorado, símbolo de belleza, éxito y nobleza, le recordaba que, a pesar del paso de los años, seguía brillando con la fuerza que la experiencia le había otorgado. Ahora veía el paso del tiempo no como una carga, sino como un regalo. En esta etapa dorada de su vida, podía ser auténticamente ella misma, brillando con su propia luz, sin disculpas.

Sin embargo, Clara también sabía que el color dorado podía llevar consigo una cara menos amable. Como el oro que deslumbra, había momentos en que se sentía atrapada por la arrogancia de los logros pasados o por la tentación de compararse con los demás, cayendo en una trampa de vanidad y nostalgia. En ocasiones, el éxito y el reconocimiento de los años anteriores le resultaban inalcanzables, una especie de ostentación que, a veces, la hacía preguntarse si todo había sido suficiente.

Mientras recogía algunas hojas secas del suelo, pensó en lo maravilloso que era poder mirar al futuro con anhelo, no con temor. ¿Quién dijo que la vida se desvanecía con los años? Al contrario, el oro de esas hojas, como el de su vida, simbolizaba la riqueza de la experiencia. Con cada desafío superado y cada alegría compartida, había formado una capa dorada a su alrededor, una luz que la hacía resplandecer. Pero también entendía que esa luz, si no se equilibraba con humildad, podía caer en el deslumbramiento, impidiéndole ver con claridad los aspectos sencillos y esenciales de la vida.

Se detuvo a contemplar el paisaje. El parque se llenaba de risas de niños, el aroma de castañas asadas flotaba en el aire, y los árboles danzaban al ritmo del viento. Cada instante era un recordatorio de las posibilidades por venir. En su mente, el otoño se entrelazaba con la certeza de que aún había sueños por realizar. La vida le ofrecía colores vibrantes y oportunidades escondidas en cada rincón de su ser.

El viento sopló con fuerza y Clara cerró los ojos, sintiendo la brisa fresca en su piel. Era como si el universo la abrazara y le susurrara: “Este es tu momento”. Con una sonrisa en los labios, decidió que, al igual que las hojas doradas que adornaban el suelo, no se dejaría vencer por el tiempo. Se aventuraría como el ciclo de las estaciones, siempre dispuesta a florecer de nuevo en cada etapa de su vida.

Disfrutaba de la sabiduría acumulada a lo largo de los años, una sabiduría que le permitía afrontar los desafíos con claridad y equilibrio. Ahora observaba el mundo con una mirada crítica, pero comprensiva. El conocimiento le abría puertas a nuevas oportunidades y la motivaba a compartir sus aprendizajes con generaciones más jóvenes. Cada encuentro y conversación enriquecían su vida de maneras inesperadas.

Además, se encontraba en una etapa de autoexploración. Dedicaba tiempo a sus pasiones, ya fuera a través del arte, la escritura o la naturaleza, lo que le permitía mantener una conexión profunda consigo misma y con el mundo que la rodeaba. Cada día era una nueva oportunidad para seguir aprendiendo, adaptándose y contribuyendo con su experiencia a la vida de otros.

En su otoño dorado, Clara se prometió celebrar cada día con gratitud, reconociendo que la verdadera magia de vivir no reside en la juventud, sino en la plenitud de los años vividos, en el brillo inevitable que proviene de aceptarse y amarse en todas sus facetas. En esta edad dorada, abrazaba la complejidad de la vida con entusiasmo, siendo un puente entre el pasado y el futuro, aprendiendo constantemente y guiando a aquellos que buscaban su propio camino.

18-09-2024 

Derechos de autora reservados 

Argentina


EL MILAGRO DE LA MEDIANOCHE

 



Título: El milagro de medianoche.

Autora: Marcela Barrientos.

Tomás siempre había sido un niño curioso, de esos que levantan la mano en clase para preguntar y se quedan después de la escuela para entender mejor un problema de matemáticas. Quería ser médico de grande, como el doctor que había curado a su abuelo. Para él, aprender era emocionante, pero su vida en casa le dejaba poco tiempo para sus estudios.

Siendo el único hijo varón, Tomás debía ayudar con las tareas del hogar. Tenía que ir a buscar leña, cuidar a sus hermanas menores, y limpiar la casa cuando su madre se lo pedía. A menudo, cuando terminaba de hacer todas sus obligaciones, ya no le quedaban fuerzas para hacer las tareas de la escuela. A pesar de sus ganas de ser el mejor alumno, las responsabilidades del hogar lo agotaban.

Una tarde, Tomás llegó agotado a casa después de ayudar a su madre a recoger ropa del tendedero. La maestra les había pedido escribir un ensayo sobre lo que querían ser cuando fueran grandes. Tenía las ideas claras en su mente: quería ser médico para ayudar a las personas, pero apenas tenía tiempo para escribirlo. Se sentó en su escritorio, miró el cuaderno abierto, y comenzó a escribir las primeras líneas. Sin embargo, antes de que pudiera avanzar mucho, sus ojos empezaron a cerrarse. El cansancio lo venció, y se quedó dormido sobre el cuaderno, con el lápiz aún en la mano.

A la mañana siguiente, Tomás despertó sobresaltado. ¡Su tarea! Miró el cuaderno y, para su sorpresa, el ensayo estaba completo. Cada palabra estaba perfectamente escrita, como si él mismo lo hubiera hecho, pero no recordaba haber avanzado tanto. Se quedó observando las líneas, tratando de recordar cómo había logrado escribir todo eso sin estar consciente.

Pensó que quizá su hermana menor, Luisa, había entrado en su cuarto para ayudarlo, pero la caligrafía no se parecía a la suya. Además, a Luisa no le interesaban sus tareas escolares, y tampoco tenía la paciencia para escribir de esa manera. ¿Cómo había sucedido?

Los días pasaron, y la vida continuó con su rutina. Tomás seguía cargando con las labores del hogar y luchaba por encontrar tiempo para sus estudios. Sin embargo, no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido con el ensayo. Cada vez que miraba el cuaderno, le parecía más extraño.

Una tarde, mientras recogía sus útiles escolares para hacer un trabajo importante que la maestra había asignado, notó algo raro. Su lápiz favorito, aquel con el que siempre escribía, no estaba en su escritorio. Lo buscó por toda la habitación, pero no pudo encontrarlo. ¿Dónde lo había dejado la última vez? Estaba seguro de haberlo puesto en su estuche.

La semana pasó, y Tomás no había avanzado con el trabajo. Tenía las ideas en su cabeza, pero cada vez que se sentaba a escribirlas, algo en casa le requería su atención. Lavaba platos, ayudaba a sus hermanas con sus tareas, y cuando por fin se sentaba a estudiar, ya era muy tarde. La noche antes de la entrega del trabajo, se sentó frente a su escritorio, con la cabeza gacha y los ojos pesados. A pesar de que el tiempo se le escapaba, no podía concentrarse. Finalmente, agotado, se quedó dormido.

A la mañana siguiente, Tomás despertó de nuevo con el corazón en un puño. ¡El trabajo! Se levantó rápidamente, buscando su cuaderno, y para su sorpresa, allí estaba, completo. Cada respuesta estaba escrita con precisión, exactamente como lo había pensado durante la semana, pero sin haberlo escrito él mismo.

Miró el cuaderno con incredulidad. ¿Cómo era posible? No recordaba haber hecho nada de eso, y, aún más extraño, su lápiz favorito, el que había estado desaparecido, ahora estaba allí, justo al lado del cuaderno, como si siempre hubiera estado.

Tomás se quedó mirándolo por un momento, con una extraña sensación en el estómago. Algo no estaba bien. Durante los días siguientes, empezó a notar pequeños detalles que antes había pasado por alto. A veces, sus lápices no estaban en el mismo lugar donde los había dejado la noche anterior. Otras veces, al abrir su estuche, faltaba uno, y luego aparecía al día siguiente, como si nunca se hubiera perdido.

Las noches en que se quedaba dormido antes de terminar su tarea, siempre se despertaba para encontrarla hecha. Los lápices estaban alineados en su escritorio, listos para el siguiente uso, y los trabajos que no había tenido tiempo de completar aparecían, misteriosamente, terminados.

Una noche, decidido a descubrir qué estaba ocurriendo, Tomás se quedó despierto en su cama, observando su escritorio desde la oscuridad. Estaba convencido de que alguien debía estar ayudándolo, pero ¿quién? El reloj avanzaba lentamente, y sus ojos comenzaban a cerrarse. Justo cuando estaba a punto de rendirse al sueño, creyó escuchar un leve ruido, como el raspar de madera contra papel. Pero cuando abrió los ojos, no vio nada inusual.

A la mañana siguiente, como siempre, su tarea estaba completa. Los lápices seguían alineados en su escritorio, y el cuaderno estaba abierto en la última página escrita. Tomás suspiró, sintiendo una mezcla de alivio y desconcierto. ¿Quién o qué lo estaba ayudando? Por más que intentara, no lograba encontrar una explicación.

Y así, las semanas pasaron. Tomás ya no se preocupaba tanto cuando las tareas parecían inabarcables. Siempre que no tenía tiempo para hacerlas, al día siguiente, allí estaban, listas y bien hechas. Pero cada vez que miraba esos lápices perfectamente alineados en su escritorio, una pequeña duda seguía revoloteando en su mente.

Algo, en algún lugar, estaba trabajando por él cuando no podía hacerlo. Y aunque nunca descubrió exactamente qué, empezó a aceptar con gratitud la extraña ayuda que llegaba en los momentos más difíciles.

12-09-2024 Derechos de autora reservados
Argentina

SEMBLANZA DE UNA DECATEXIS

 


Título: Semblanza de una Decatexis.

Autora: Marcela Barrientos.

La tarde comenzaba a garuar, un suave eco de lluvia que se entrelazaba con la hojarasca al caer. La casa vieja y olvidada parecía estar impregnada de un aire de petricor, ese olor a tierra mojada que siempre me llenaba de añoranza. Había decidido regresar después de tantos años para buscar el cierre que tanto necesitaba, para hacer una especie de decatexis emocional, desprenderme de todo lo que me había atado a ese lugar, este proceso de retirar la energía efusiva de una relación, objeto o lugar que una vez fue significativo. Es un acto de liberación, de soltar. Y, sin embargo, a veces este desprendimiento no es solo difícil, sino una lucha inquebrantable entre el deseo de seguir adelante y el impulso de aferrarse a lo que fue. El lugar, con su atmósfera, me invitaba a examinar la necesidad de esta desconexión.

Recuerdo que la serendepia me llevó a encontrar aquel sitio en mi juventud, un refugio idílico que parecía salido de una utopía. En ese entonces, la vida parecía fluir con una ligereza inusual, y todo lo que me rodeaba tenía un brillo especial. Cada rincón de la casa tenía una iridiscencia sutil, como si la luz jugara con las superficies, devolviéndome reflejos que me hablaban de promesas de un futuro perfecto. Pero con el paso del tiempo, el encanto se fue desmoronando. Lo que alguna vez fue un oasis de paz y belleza se transformó en una prisión mental, atrapándome en una vorágine de recuerdos confusos y emociones difíciles de redimir.

El proceso de decatexis no es algo que se logra de la noche a la mañana. Es una labor que implica una revisión constante de lo que fue, lo que pudo ser y lo que nunca será. Al entrar en la casa, sentí que estaba penetrando en las capas más profundas de mi memoria. Las paredes, cubiertas de polvo, me susurraban secretos antiguos, mientras el suelo crujía bajo mis pies, resonando como un eco del pasado. Cada habitación que cruzaba parecía un testigo mudo de lo que alguna vez viví aquí. Una vida que, aunque difusa en mi mente, aún me tenía atado con hilos invisibles.

Recibido por los ecos de una vida pasada, recordé cómo la limerencia de un primer amor me había cegado. Aquella emoción intensa, que rozaba la obsesión, me mantenía en un estado constante de ensueño. Ese amor había sido una ilusión, y con el tiempo, la realidad se fue imponiendo. Como si se tratara de una vieja película desenfocada, vi cómo los momentos felices se desvanecían, revelando la verdadera naturaleza muérgano de quien alguna vez creí perfecto. La decatexis en este contexto significaba, no solo alejarme de una persona, sino de la idea misma del amor que habíamos construido.

Aun así, algo inquebrantable me mantenía en esta casa, en este lugar. Era como si cada objeto, cada rincón, contuviera una parte de mi alma, algo que no podía simplemente abandonar. Pero, al mismo tiempo, sabía que este apego no era saludable. Sabía que, para sanar, tenía que aprender a soltar, a dejar ir todo lo que me ataba a ese espacio.

Mientras caminaba por las habitaciones, observé cómo los pequeños detalles permanecían tal y como los recordaba. Las grietas en la pared, el olor a madera vieja, la iridiscencia de una lámpara desgastada que aún brillaba tenuemente en la oscuridad, como si el tiempo no hubiera pasado. Todo aquí era una mezcla de lo numinoso y lo terrenal, lo sagrado y lo profano, donde lo ignoto aún parecía acechar en cada esquina, en cada sombra.

Esta señal de la muerte inminente del pasado es, en muchos sentidos, una forma de sanación. Es el reconocimiento de que no podemos aferrarnos eternamente a las cosas, a las personas o a los lugares que nos definen. En algún momento, debemos aprender a liberarnos, a dejar espacio para nuevas experiencias, nuevas emociones, aunque conlleva una tristeza profunda, una añoranza por lo que fue y por lo que nunca volverá a ser. Es un proceso doloroso, pero necesario.

El viento soplaba afuera, trayendo consigo el aroma de la lluvia que se mezclaba con la tierra, intensificando el petricor que tanto me fascinaba de niña. En ese instante, sentí como si el tiempo se detuviera. Todo lo que había experimentado aquí, todas las emociones, los momentos de alegría y tristeza, comenzaron a desvanecerse como un sueño distante. No fue una revelación inmediata, sino un proceso gradual, como el lento cambio de las estaciones. Entrelazar  el pasado con el presente, entender que esas cicatrices forman parte de mí, pero no definen mi futuro.

El día empezaba a desvanecerse, y con él, el peso que había llevado durante tanto tiempo. Las gotas de lluvia se volvieron más intensas, como si la naturaleza misma me estuviera empujando a seguir adelante, a completar esa tarea pendiente que tanto había evitado. Y en ese momento, comprendí que el cierre que buscaba no estaba en el lugar, ni en las personas que habían pasado por mi vida, sino en mí misma.

Quizá ese era el verdadero cierre que necesitaba.

14-09-2024
Derechos de autora reservados
Argentina