Título: Semblanza de una Decatexis.
Autora: Marcela Barrientos.
La tarde comenzaba a garuar, un suave eco de lluvia que se entrelazaba con la hojarasca al caer. La casa vieja y olvidada parecía estar impregnada de un aire de petricor, ese olor a tierra mojada que siempre me llenaba de añoranza. Había decidido regresar después de tantos años para buscar el cierre que tanto necesitaba, para hacer una especie de decatexis emocional, desprenderme de todo lo que me había atado a ese lugar, este proceso de retirar la energía efusiva de una relación, objeto o lugar que una vez fue significativo. Es un acto de liberación, de soltar. Y, sin embargo, a veces este desprendimiento no es solo difícil, sino una lucha inquebrantable entre el deseo de seguir adelante y el impulso de aferrarse a lo que fue. El lugar, con su atmósfera, me invitaba a examinar la necesidad de esta desconexión.
Recuerdo que la serendepia me llevó a encontrar aquel sitio en mi juventud, un refugio idílico que parecía salido de una utopía. En ese entonces, la vida parecía fluir con una ligereza inusual, y todo lo que me rodeaba tenía un brillo especial. Cada rincón de la casa tenía una iridiscencia sutil, como si la luz jugara con las superficies, devolviéndome reflejos que me hablaban de promesas de un futuro perfecto. Pero con el paso del tiempo, el encanto se fue desmoronando. Lo que alguna vez fue un oasis de paz y belleza se transformó en una prisión mental, atrapándome en una vorágine de recuerdos confusos y emociones difíciles de redimir.
El proceso de decatexis no es algo que se logra de la noche a la mañana. Es una labor que implica una revisión constante de lo que fue, lo que pudo ser y lo que nunca será. Al entrar en la casa, sentí que estaba penetrando en las capas más profundas de mi memoria. Las paredes, cubiertas de polvo, me susurraban secretos antiguos, mientras el suelo crujía bajo mis pies, resonando como un eco del pasado. Cada habitación que cruzaba parecía un testigo mudo de lo que alguna vez viví aquí. Una vida que, aunque difusa en mi mente, aún me tenía atado con hilos invisibles.
Recibido por los ecos de una vida pasada, recordé cómo la limerencia de un primer amor me había cegado. Aquella emoción intensa, que rozaba la obsesión, me mantenía en un estado constante de ensueño. Ese amor había sido una ilusión, y con el tiempo, la realidad se fue imponiendo. Como si se tratara de una vieja película desenfocada, vi cómo los momentos felices se desvanecían, revelando la verdadera naturaleza muérgano de quien alguna vez creí perfecto. La decatexis en este contexto significaba, no solo alejarme de una persona, sino de la idea misma del amor que habíamos construido.
Aun así, algo inquebrantable me mantenía en esta casa, en este lugar. Era como si cada objeto, cada rincón, contuviera una parte de mi alma, algo que no podía simplemente abandonar. Pero, al mismo tiempo, sabía que este apego no era saludable. Sabía que, para sanar, tenía que aprender a soltar, a dejar ir todo lo que me ataba a ese espacio.
Mientras caminaba por las habitaciones, observé cómo los pequeños detalles permanecían tal y como los recordaba. Las grietas en la pared, el olor a madera vieja, la iridiscencia de una lámpara desgastada que aún brillaba tenuemente en la oscuridad, como si el tiempo no hubiera pasado. Todo aquí era una mezcla de lo numinoso y lo terrenal, lo sagrado y lo profano, donde lo ignoto aún parecía acechar en cada esquina, en cada sombra.
Esta señal de la muerte inminente del pasado es, en muchos sentidos, una forma de sanación. Es el reconocimiento de que no podemos aferrarnos eternamente a las cosas, a las personas o a los lugares que nos definen. En algún momento, debemos aprender a liberarnos, a dejar espacio para nuevas experiencias, nuevas emociones, aunque conlleva una tristeza profunda, una añoranza por lo que fue y por lo que nunca volverá a ser. Es un proceso doloroso, pero necesario.
El viento soplaba afuera, trayendo consigo el aroma de la lluvia que se mezclaba con la tierra, intensificando el petricor que tanto me fascinaba de niña. En ese instante, sentí como si el tiempo se detuviera. Todo lo que había experimentado aquí, todas las emociones, los momentos de alegría y tristeza, comenzaron a desvanecerse como un sueño distante. No fue una revelación inmediata, sino un proceso gradual, como el lento cambio de las estaciones. Entrelazar el pasado con el presente, entender que esas cicatrices forman parte de mí, pero no definen mi futuro.
El día empezaba a desvanecerse, y con él, el peso que había llevado durante tanto tiempo. Las gotas de lluvia se volvieron más intensas, como si la naturaleza misma me estuviera empujando a seguir adelante, a completar esa tarea pendiente que tanto había evitado. Y en ese momento, comprendí que el cierre que buscaba no estaba en el lugar, ni en las personas que habían pasado por mi vida, sino en mí misma.
Quizá ese era el verdadero cierre que necesitaba.


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