Las luces del bar parecían respirar. No titilar, no parpadear. Respirar.
Como si el lugar entero exhalara una calidez dorada que envolvía las copas, los rostros, las palabras apenas dichas. Entró sin quitarse del todo el abrigo, como quien aún duda si quedarse o marcharse.
Caminó hasta la barra, los pasos midiendo el eco del suelo encerado. No estaba acostumbrado a lugares así, donde el murmullo es una música tenue y las miradas no preguntan, solo sostienen.
—Disculpe —dijo él, con una voz más suave de lo que esperaba—. ¿Aquí hay... muchachas?
La mujer detrás de la barra alzó la vista. No sonrió ni frunció el ceño. Solo lo miró, como si cada palabra que él no se atrevía a decir le hubiese sido susurrada en algún idioma secreto.
Cabello recogido sin esfuerzo, una blusa oscura como la noche antes de la tormenta, y las manos —esas manos— que pulían con lentitud el borde de una copa.
—Aquí hay silencios —le respondió, como si ofreciera un menú que nadie había pedido pero todos deseaban.
Él se sentó. Ella le sirvió algo transparente que olía a bosque. No se animó a preguntar qué era.
El bar se poblaba de sombras con nombre, de parejas que no se tocaban pero se buscaban con los ojos, de palabras que caían como cenizas en la mesa. Y ella. Siempre ella. Caminaba entre las mesas como si el suelo la reconociera.
¿Qué estoy haciendo aquí?
Se preguntaba mientras giraba la copa entre los dedos.
No soy de los que hacen esto. No tengo la voz, ni la actitud, ni la ropa para acercarme a nadie.
Y sin embargo, seguía allí.
Y ella volvía a su lado cada tanto, sin apuro.
Como si ya supiera que él no se iba a ir.
—¿Cómo se llama? —se atrevió a preguntar.
—Eso depende —dijo ella, ladeando apenas la cabeza—. ¿Usted quiere saber mi nombre de verdad, o uno que le convenga para esta noche?
Él sonrió, por primera vez.
Ella también. Pero no fue una sonrisa cualquiera. Fue una que parecía arrancada de un poema mal escondido.
¿Cómo sería besarla?
¿Cómo sería si me levantara ahora y le dijera que la he estado esperando sin saberlo?
¿Si le ofreciera mis manos vacías como promesa, aunque no tenga nada que ofrecer?
Y entonces, sin saber bien cómo, ocurrió.
Ella se inclinó hacia él, muy cerca. Tanto que el aroma de su piel le trajo una memoria que no tenía. Una brisa de verano. Una canción sin letra.
Su voz llegó apenas:
—¿Está seguro de que quiere cruzar la puerta?
¿Qué puerta? pensó él. Pero no lo dijo. No podía.
Ella no lo besó. Pero su mano rozó la de él, como un roce sin gravedad. Y fue como si algo se abriera. No la puerta. Él.
Se levantaron. Nadie los miró. Nadie pareció notar que el aire había cambiado.
Subieron una escalera de madera antigua que crujía como un secreto mal guardado.
El pasillo era estrecho. Y oscuro.
Ella abrió una puerta.
Adentro, solo un sillón y una ventana entreabierta.
La luna no estaba. Solo la respiración de ella. Y la suya, que ya no era tímida.
Se acercó. Ella también.
Sus labios se rozaron, apenas.
Y entonces, él cerró los ojos.
Y despertó.
La almohada aún tenía la forma de su cabeza.
El cuarto en penumbra olía a sábana limpia y a soledad.
El reloj marcaba las tres y trece.
Y el sonido lejano de la lluvia contra el vidrio parecía el aplauso lento de un deseo que no llegó.
Se quedó allí, mirando el techo.
Algún día… quizás.
Algún día, cruzaré la puerta.
Autora: Marcela Barrientos 20-07-2025
Derechos de autora reservados
Argentina


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