Sí, vos también te enteraste. Y no podés creerlo. Porque sabés —como todos en este país que aún conserva un poco de memoria— quién era ese pibe que creció entre latas, tuercas y sueños de cobre viejo. Lo viste salir del taller de su padre con los dedos negros de grasa y los ojos brillando de ideas. Y lo escuchaste decir, sin vergüenza ni arrogancia: “Un día voy a inventar algo que salve vidas”. Y lo hizo. Pero no acá.
Porque, claro, en este país cuando nace un genio, lo miran con desconfianza. Lo analizan. Lo comparan. Y si no tiene apellido de bronce ni cuna de oro, lo esconden. Lo hacen sentir que no vale más que la quincalla con la que jugaba de niño. ¡Sí! Quincalla. Esa palabra que usan los soberbios para nombrar lo que no entienden. Pero que en sus manos era semilla de futuro.
Mientras él estudiaba con becas, con hambre, con horas robadas al sueño, otro subía sin mérito pero con nombre. Un ñengo, desmedrado de ideas, enclenque de neuronas, pero inflado por la herencia de un apellido con historia de ministerios y trajes caros. Un gaznápiro incapaz de resolver una regla de tres, pero que emboba a todos con su voz impostada y sus frases copiadas de Wikipedia.
Ese ñengo, ese gaznápiro con poder heredado, fue quien decidió. Decidió no darle al científico el apoyo que necesitaba para quedarse en el país. Decidió no mostrar su proyecto en el Congreso de Ciencias. Decidió, por puro celo, por pura envidia disfrazada de “criterio institucional”, empujar al genio hacia el avión.
Y vos lo sabés. Porque lo viste. Porque lo leíste. El mundo lo aplaudió cuando, desde un laboratorio extranjero, presentó el dispositivo capaz de detectar enfermedades autoinmunes en etapas tempranas. Un avance que podría salvar miles de vidas. Un desarrollo con sello argentino… pero sin bandera.
Y ahora se suma un testimonio que lo confirma todo. Nadie quiso hablar antes, pero Eduardo Lezama, excompañero de ambos en la secundaria técnica, rompió el silencio:
“Yo fui testigo de cómo lo trataba. El ñengo ese siempre se burlaba del otro porque venía con los zapatos pegados con cinta. Le decía ‘chatarra humana’, ‘científico de quincalla’. Pero cuando el profe de física le daba mejores notas al que venía del taller, le cambiaba la cara. Se le notaba el odio. Años después, cuando lo vi nombrado en una secretaría de ciencia, supe que algo malo iba a pasar.”
Y pasó.
¿Y qué hizo el gaznápiro? Silencio. ¿Qué dijo el ministerio? Que “no se puede retener a todos los talentos”. Que “el presupuesto es limitado”. ¡Mentira! No fue presupuesto. Fue ego. Fue vergüenza de clase. Fue miedo de ver cómo alguien que creció entre ollas agujereadas y herramientas prestadas brillaba más que todos sus doctorados colgados en paredes que nunca vieron el barro.
Y vos lo sabés. Porque lo vivís. Porque cada vez que un pibe brillante aparece en el barrio, aparece también un despacho dispuesto a ningunearlo. Porque este no es solo un caso. Es un modelo. Es una forma de aplastar la inteligencia para no quedar expuesto.
Pero se les escapó. Y brilló. Y ahora el mundo entero lo reconoce. Y mientras tanto, acá, los mismos ñengos de siempre siguen ocupando sillas que les quedan grandes, con sus trajes planchados y sus cabezas vacías.
Hoy el científico vuelve. No por reconocimiento. No por venganza. Vuelve porque ama su tierra. Pero también vuelve con memoria. Y con una verdad que arde: no lo dejaron ir… lo echaron.
¿Y vos? ¿Vas a seguir callado? ¿O vas a gritar con nosotros que no queremos más genios exiliados por culpa de ñengos con sello y gaznápiros con poder?
Marcela Barrientos 14-07-2025
Derechos de autora reservados
Argentina


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