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lunes, 27 de octubre de 2025

EL OTOÑO DORADO, UNA CELEBRACIÓN DE LA EDAD MADURA

 



Título: El otoño dorado, una celebración de la edad madura.

Autora: Marcela Barrientos.

Al llegar marzo, los árboles se vestían con una paleta de dorados, ocres y rojos, como si la naturaleza celebrara una despedida al verano. Entre las hojas que caían, llenando de un suave crujido el suelo, Clara paseaba, sintiendo la frescura del viento en su rostro. Para ella, el otoño era una metáfora de su vida en esta edad dorada, una celebración de los más de cincuenta años acumulados en su andar.

Cada hoja que descendía representaba un recuerdo, un momento vivido, una lección aprendida. Aunque solía mirar atrás con nostalgia, hoy entendía que la caída de las hojas no significaba un final, sino más bien un nuevo comienzo. La descomposición de las hojas alimentaba la tierra, preparándola para el renacer de la primavera. Así también, ella sentía que los años pasados habían fertilizado su alma, permitiéndole cultivar una sabiduría que solo el tiempo puede otorgar.

En ese paisaje otoñal, encontraba una belleza serena. La luz dorada del sol se filtraba entre las ramas, iluminando su camino y recordándole que, aunque el tiempo hubiese dejado sus marcas, cada línea en su rostro contaba una historia de fortaleza y resiliencia. El dorado, símbolo de belleza, éxito y nobleza, le recordaba que, a pesar del paso de los años, seguía brillando con la fuerza que la experiencia le había otorgado. Ahora veía el paso del tiempo no como una carga, sino como un regalo. En esta etapa dorada de su vida, podía ser auténticamente ella misma, brillando con su propia luz, sin disculpas.

Sin embargo, Clara también sabía que el color dorado podía llevar consigo una cara menos amable. Como el oro que deslumbra, había momentos en que se sentía atrapada por la arrogancia de los logros pasados o por la tentación de compararse con los demás, cayendo en una trampa de vanidad y nostalgia. En ocasiones, el éxito y el reconocimiento de los años anteriores le resultaban inalcanzables, una especie de ostentación que, a veces, la hacía preguntarse si todo había sido suficiente.

Mientras recogía algunas hojas secas del suelo, pensó en lo maravilloso que era poder mirar al futuro con anhelo, no con temor. ¿Quién dijo que la vida se desvanecía con los años? Al contrario, el oro de esas hojas, como el de su vida, simbolizaba la riqueza de la experiencia. Con cada desafío superado y cada alegría compartida, había formado una capa dorada a su alrededor, una luz que la hacía resplandecer. Pero también entendía que esa luz, si no se equilibraba con humildad, podía caer en el deslumbramiento, impidiéndole ver con claridad los aspectos sencillos y esenciales de la vida.

Se detuvo a contemplar el paisaje. El parque se llenaba de risas de niños, el aroma de castañas asadas flotaba en el aire, y los árboles danzaban al ritmo del viento. Cada instante era un recordatorio de las posibilidades por venir. En su mente, el otoño se entrelazaba con la certeza de que aún había sueños por realizar. La vida le ofrecía colores vibrantes y oportunidades escondidas en cada rincón de su ser.

El viento sopló con fuerza y Clara cerró los ojos, sintiendo la brisa fresca en su piel. Era como si el universo la abrazara y le susurrara: “Este es tu momento”. Con una sonrisa en los labios, decidió que, al igual que las hojas doradas que adornaban el suelo, no se dejaría vencer por el tiempo. Se aventuraría como el ciclo de las estaciones, siempre dispuesta a florecer de nuevo en cada etapa de su vida.

Disfrutaba de la sabiduría acumulada a lo largo de los años, una sabiduría que le permitía afrontar los desafíos con claridad y equilibrio. Ahora observaba el mundo con una mirada crítica, pero comprensiva. El conocimiento le abría puertas a nuevas oportunidades y la motivaba a compartir sus aprendizajes con generaciones más jóvenes. Cada encuentro y conversación enriquecían su vida de maneras inesperadas.

Además, se encontraba en una etapa de autoexploración. Dedicaba tiempo a sus pasiones, ya fuera a través del arte, la escritura o la naturaleza, lo que le permitía mantener una conexión profunda consigo misma y con el mundo que la rodeaba. Cada día era una nueva oportunidad para seguir aprendiendo, adaptándose y contribuyendo con su experiencia a la vida de otros.

En su otoño dorado, Clara se prometió celebrar cada día con gratitud, reconociendo que la verdadera magia de vivir no reside en la juventud, sino en la plenitud de los años vividos, en el brillo inevitable que proviene de aceptarse y amarse en todas sus facetas. En esta edad dorada, abrazaba la complejidad de la vida con entusiasmo, siendo un puente entre el pasado y el futuro, aprendiendo constantemente y guiando a aquellos que buscaban su propio camino.

18-09-2024 

Derechos de autora reservados 

Argentina


EL MILAGRO DE LA MEDIANOCHE

 



Título: El milagro de medianoche.

Autora: Marcela Barrientos.

Tomás siempre había sido un niño curioso, de esos que levantan la mano en clase para preguntar y se quedan después de la escuela para entender mejor un problema de matemáticas. Quería ser médico de grande, como el doctor que había curado a su abuelo. Para él, aprender era emocionante, pero su vida en casa le dejaba poco tiempo para sus estudios.

Siendo el único hijo varón, Tomás debía ayudar con las tareas del hogar. Tenía que ir a buscar leña, cuidar a sus hermanas menores, y limpiar la casa cuando su madre se lo pedía. A menudo, cuando terminaba de hacer todas sus obligaciones, ya no le quedaban fuerzas para hacer las tareas de la escuela. A pesar de sus ganas de ser el mejor alumno, las responsabilidades del hogar lo agotaban.

Una tarde, Tomás llegó agotado a casa después de ayudar a su madre a recoger ropa del tendedero. La maestra les había pedido escribir un ensayo sobre lo que querían ser cuando fueran grandes. Tenía las ideas claras en su mente: quería ser médico para ayudar a las personas, pero apenas tenía tiempo para escribirlo. Se sentó en su escritorio, miró el cuaderno abierto, y comenzó a escribir las primeras líneas. Sin embargo, antes de que pudiera avanzar mucho, sus ojos empezaron a cerrarse. El cansancio lo venció, y se quedó dormido sobre el cuaderno, con el lápiz aún en la mano.

A la mañana siguiente, Tomás despertó sobresaltado. ¡Su tarea! Miró el cuaderno y, para su sorpresa, el ensayo estaba completo. Cada palabra estaba perfectamente escrita, como si él mismo lo hubiera hecho, pero no recordaba haber avanzado tanto. Se quedó observando las líneas, tratando de recordar cómo había logrado escribir todo eso sin estar consciente.

Pensó que quizá su hermana menor, Luisa, había entrado en su cuarto para ayudarlo, pero la caligrafía no se parecía a la suya. Además, a Luisa no le interesaban sus tareas escolares, y tampoco tenía la paciencia para escribir de esa manera. ¿Cómo había sucedido?

Los días pasaron, y la vida continuó con su rutina. Tomás seguía cargando con las labores del hogar y luchaba por encontrar tiempo para sus estudios. Sin embargo, no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido con el ensayo. Cada vez que miraba el cuaderno, le parecía más extraño.

Una tarde, mientras recogía sus útiles escolares para hacer un trabajo importante que la maestra había asignado, notó algo raro. Su lápiz favorito, aquel con el que siempre escribía, no estaba en su escritorio. Lo buscó por toda la habitación, pero no pudo encontrarlo. ¿Dónde lo había dejado la última vez? Estaba seguro de haberlo puesto en su estuche.

La semana pasó, y Tomás no había avanzado con el trabajo. Tenía las ideas en su cabeza, pero cada vez que se sentaba a escribirlas, algo en casa le requería su atención. Lavaba platos, ayudaba a sus hermanas con sus tareas, y cuando por fin se sentaba a estudiar, ya era muy tarde. La noche antes de la entrega del trabajo, se sentó frente a su escritorio, con la cabeza gacha y los ojos pesados. A pesar de que el tiempo se le escapaba, no podía concentrarse. Finalmente, agotado, se quedó dormido.

A la mañana siguiente, Tomás despertó de nuevo con el corazón en un puño. ¡El trabajo! Se levantó rápidamente, buscando su cuaderno, y para su sorpresa, allí estaba, completo. Cada respuesta estaba escrita con precisión, exactamente como lo había pensado durante la semana, pero sin haberlo escrito él mismo.

Miró el cuaderno con incredulidad. ¿Cómo era posible? No recordaba haber hecho nada de eso, y, aún más extraño, su lápiz favorito, el que había estado desaparecido, ahora estaba allí, justo al lado del cuaderno, como si siempre hubiera estado.

Tomás se quedó mirándolo por un momento, con una extraña sensación en el estómago. Algo no estaba bien. Durante los días siguientes, empezó a notar pequeños detalles que antes había pasado por alto. A veces, sus lápices no estaban en el mismo lugar donde los había dejado la noche anterior. Otras veces, al abrir su estuche, faltaba uno, y luego aparecía al día siguiente, como si nunca se hubiera perdido.

Las noches en que se quedaba dormido antes de terminar su tarea, siempre se despertaba para encontrarla hecha. Los lápices estaban alineados en su escritorio, listos para el siguiente uso, y los trabajos que no había tenido tiempo de completar aparecían, misteriosamente, terminados.

Una noche, decidido a descubrir qué estaba ocurriendo, Tomás se quedó despierto en su cama, observando su escritorio desde la oscuridad. Estaba convencido de que alguien debía estar ayudándolo, pero ¿quién? El reloj avanzaba lentamente, y sus ojos comenzaban a cerrarse. Justo cuando estaba a punto de rendirse al sueño, creyó escuchar un leve ruido, como el raspar de madera contra papel. Pero cuando abrió los ojos, no vio nada inusual.

A la mañana siguiente, como siempre, su tarea estaba completa. Los lápices seguían alineados en su escritorio, y el cuaderno estaba abierto en la última página escrita. Tomás suspiró, sintiendo una mezcla de alivio y desconcierto. ¿Quién o qué lo estaba ayudando? Por más que intentara, no lograba encontrar una explicación.

Y así, las semanas pasaron. Tomás ya no se preocupaba tanto cuando las tareas parecían inabarcables. Siempre que no tenía tiempo para hacerlas, al día siguiente, allí estaban, listas y bien hechas. Pero cada vez que miraba esos lápices perfectamente alineados en su escritorio, una pequeña duda seguía revoloteando en su mente.

Algo, en algún lugar, estaba trabajando por él cuando no podía hacerlo. Y aunque nunca descubrió exactamente qué, empezó a aceptar con gratitud la extraña ayuda que llegaba en los momentos más difíciles.

12-09-2024 Derechos de autora reservados
Argentina

SEMBLANZA DE UNA DECATEXIS

 


Título: Semblanza de una Decatexis.

Autora: Marcela Barrientos.

La tarde comenzaba a garuar, un suave eco de lluvia que se entrelazaba con la hojarasca al caer. La casa vieja y olvidada parecía estar impregnada de un aire de petricor, ese olor a tierra mojada que siempre me llenaba de añoranza. Había decidido regresar después de tantos años para buscar el cierre que tanto necesitaba, para hacer una especie de decatexis emocional, desprenderme de todo lo que me había atado a ese lugar, este proceso de retirar la energía efusiva de una relación, objeto o lugar que una vez fue significativo. Es un acto de liberación, de soltar. Y, sin embargo, a veces este desprendimiento no es solo difícil, sino una lucha inquebrantable entre el deseo de seguir adelante y el impulso de aferrarse a lo que fue. El lugar, con su atmósfera, me invitaba a examinar la necesidad de esta desconexión.

Recuerdo que la serendepia me llevó a encontrar aquel sitio en mi juventud, un refugio idílico que parecía salido de una utopía. En ese entonces, la vida parecía fluir con una ligereza inusual, y todo lo que me rodeaba tenía un brillo especial. Cada rincón de la casa tenía una iridiscencia sutil, como si la luz jugara con las superficies, devolviéndome reflejos que me hablaban de promesas de un futuro perfecto. Pero con el paso del tiempo, el encanto se fue desmoronando. Lo que alguna vez fue un oasis de paz y belleza se transformó en una prisión mental, atrapándome en una vorágine de recuerdos confusos y emociones difíciles de redimir.

El proceso de decatexis no es algo que se logra de la noche a la mañana. Es una labor que implica una revisión constante de lo que fue, lo que pudo ser y lo que nunca será. Al entrar en la casa, sentí que estaba penetrando en las capas más profundas de mi memoria. Las paredes, cubiertas de polvo, me susurraban secretos antiguos, mientras el suelo crujía bajo mis pies, resonando como un eco del pasado. Cada habitación que cruzaba parecía un testigo mudo de lo que alguna vez viví aquí. Una vida que, aunque difusa en mi mente, aún me tenía atado con hilos invisibles.

Recibido por los ecos de una vida pasada, recordé cómo la limerencia de un primer amor me había cegado. Aquella emoción intensa, que rozaba la obsesión, me mantenía en un estado constante de ensueño. Ese amor había sido una ilusión, y con el tiempo, la realidad se fue imponiendo. Como si se tratara de una vieja película desenfocada, vi cómo los momentos felices se desvanecían, revelando la verdadera naturaleza muérgano de quien alguna vez creí perfecto. La decatexis en este contexto significaba, no solo alejarme de una persona, sino de la idea misma del amor que habíamos construido.

Aun así, algo inquebrantable me mantenía en esta casa, en este lugar. Era como si cada objeto, cada rincón, contuviera una parte de mi alma, algo que no podía simplemente abandonar. Pero, al mismo tiempo, sabía que este apego no era saludable. Sabía que, para sanar, tenía que aprender a soltar, a dejar ir todo lo que me ataba a ese espacio.

Mientras caminaba por las habitaciones, observé cómo los pequeños detalles permanecían tal y como los recordaba. Las grietas en la pared, el olor a madera vieja, la iridiscencia de una lámpara desgastada que aún brillaba tenuemente en la oscuridad, como si el tiempo no hubiera pasado. Todo aquí era una mezcla de lo numinoso y lo terrenal, lo sagrado y lo profano, donde lo ignoto aún parecía acechar en cada esquina, en cada sombra.

Esta señal de la muerte inminente del pasado es, en muchos sentidos, una forma de sanación. Es el reconocimiento de que no podemos aferrarnos eternamente a las cosas, a las personas o a los lugares que nos definen. En algún momento, debemos aprender a liberarnos, a dejar espacio para nuevas experiencias, nuevas emociones, aunque conlleva una tristeza profunda, una añoranza por lo que fue y por lo que nunca volverá a ser. Es un proceso doloroso, pero necesario.

El viento soplaba afuera, trayendo consigo el aroma de la lluvia que se mezclaba con la tierra, intensificando el petricor que tanto me fascinaba de niña. En ese instante, sentí como si el tiempo se detuviera. Todo lo que había experimentado aquí, todas las emociones, los momentos de alegría y tristeza, comenzaron a desvanecerse como un sueño distante. No fue una revelación inmediata, sino un proceso gradual, como el lento cambio de las estaciones. Entrelazar  el pasado con el presente, entender que esas cicatrices forman parte de mí, pero no definen mi futuro.

El día empezaba a desvanecerse, y con él, el peso que había llevado durante tanto tiempo. Las gotas de lluvia se volvieron más intensas, como si la naturaleza misma me estuviera empujando a seguir adelante, a completar esa tarea pendiente que tanto había evitado. Y en ese momento, comprendí que el cierre que buscaba no estaba en el lugar, ni en las personas que habían pasado por mi vida, sino en mí misma.

Quizá ese era el verdadero cierre que necesitaba.

14-09-2024
Derechos de autora reservados
Argentina

VOCES DE NIÑÓS POR LA PAZ

 



Título: Voces de los niños por la paz


Queremos paz en la tierra,

paz que florezca en las manos,

paz que se cuele en la escuela

y nos despierte temprano.

Queremos paz en los juegos,

paz en el pan compartido,

paz en la risa del otro,

paz en el canto de un niño.

No queremos más cañones,

no queremos más peleas,

solo abrazos como puentes

y palabras que consuelan.

Queremos libros abiertos,

maestros que nos enseñen,

que la esperanza camine

por caminos que no mueren.

Queremos campos sembrados,

no desiertos de tristeza,

árboles verdes de vida,

no ciudades en violencia.

Queremos paz en las calles,

paz en la casa y la plaza,

paz que se quede en el alma

como un sol que nunca pasa.

Si los niños lo pedimos,

¿qué corazón no lo escucha?

Si las niñas lo suplican,

¿qué adulto apaga su lucha?

Paz que no sea promesa,

paz que no sea discurso,

paz que se haga semilla

y crezca en cada futuro.

Somos voces pequeñitas,

pero el mundo oye mejor

cuando la paz se pronuncia

con un grito de amor.

Marcela Barrientos 04-10-2025

Derechos de autora reservados 

Argentina



CUANDO LA PAZ RECUERDA

 




Título: Cuando la paz recuerda


Recuerdo, dice la Paz,

haber sido canto en las plazas,

cuando Luther King soñaba

con un mañana sin cadenas.

Fui voz en los labios de Gandhi,

camino descalzo de sal,

fui ayuno contra la espada,

fui oración hecha verdad.

Recuerdo las manos abiertas

de Teresa en Calcuta,

donde mi nombre era pan

y mi rostro, ternura.

Fui beso de madres valientes

que en la Plaza se reunían,

pidiendo hijos y justicia

bajo pañuelos de vida.

Recuerdo caer como lluvia

sobre muros derrumbados,

cuando Berlín se rendía

a la esperanza en sus manos.

Fui palabra en labios de Lennon,

una canción contra el miedo,

“denme una oportunidad”

era mi lema en su tiempo.

Recuerdo ser vela encendida

en Hiroshima y Nagasaki,

cuando el dolor me llamó

para vestir de blanco el aire.

Fui abrazo en Sudáfrica herida,

cuando Mandela salió,

y mi semilla creció libre

donde el odio se quebró.

Yo soy la Paz que suspira,

añorando cada instante

en que la humanidad entera

me eligió como estandarte.

Y pregunto en voz callada,

como viento en la memoria:

¿no es tiempo de que mi canto

vuelva a ser parte de la historia?

Marcela Barrientos 04-10-2025
Derechos de autora reservados 
Argentina

ENTRE ALAS Y ESPUMA

 



Título: Entre alas y espuma

Se alza la brisa como un canto leve,

roza su falda blanca, la estremece;

las olas murmuran un verso que llueve

y el sol en su pecho, sin miedo, adormece.

Gaviotas que olvidan su libre vuelo,

caminan en la orilla, curiosas y apacibles,

olvidando sus sueños en el arenoso suelo,

como si el cielo les quedara imposible.

Los delfines ríen bajo la espuma,

saltan con gracia su danza armoniosa,

como si el océano, templo y bruma,

la ungiera reina de la playa jubilosa.

Ella, de pie, en el umbral del mundo,

escucha el latido azul y profundo.

Marcela Barrientos 06/08/2025

Derechos de Autora reservados 

Argentina


miércoles, 22 de octubre de 2025

CICLO INFINITO

 


Título: Ciclo infinito

Nombre: Marcela Barrientos



Cuando el tiempo encorve mis días y el alba tiemble en mis dedos,

seré la sombra cansada de un sauce que murmura memorias,

un destello fugaz que se cuela por los resquicios del recuerdo,

o el cauce sereno que arrastra en su fluir la huella de mis silencios.


¿Quién velará por mis días, como un faro en la bruma,  

cuando las horas se vuelvan arena y se escurra entre los dedos?  

Quizá una estrella que aún brilla en la noche más densa,  

o el murmullo de un poema que nunca terminé de escribir.


Y en mi última estación, ¿quién me abrazará en su manto de calma,

como la tierra que acoge las semillas que nunca florecieron?

Seré apenas un aliento disuelto en la bruma del tiempo,

un vestigio que se apaga en la memoria del viento.


Pero en esa despedida, sea el eco de lo vivido el que me sostenga,  

una melodía suave que atraviesa las edades,  

un hálito cálido que me envuelve en su abrazo eterno,  

y en ese silencio final, sabré que fui parte del ciclo infinito.

D.R.A. 08-06-2025


CRUZAR LA PUERTA

 


Las luces del bar parecían respirar. No titilar, no parpadear. Respirar.

Como si el lugar entero exhalara una calidez dorada que envolvía las copas, los rostros, las palabras apenas dichas. Entró sin quitarse del todo el abrigo, como quien aún duda si quedarse o marcharse.

Caminó hasta la barra, los pasos midiendo el eco del suelo encerado. No estaba acostumbrado a lugares así, donde el murmullo es una música tenue y las miradas no preguntan, solo sostienen.

—Disculpe —dijo él, con una voz más suave de lo que esperaba—. ¿Aquí hay... muchachas?

La mujer detrás de la barra alzó la vista. No sonrió ni frunció el ceño. Solo lo miró, como si cada palabra que él no se atrevía a decir le hubiese sido susurrada en algún idioma secreto.

Cabello recogido sin esfuerzo, una blusa oscura como la noche antes de la tormenta, y las manos —esas manos— que pulían con lentitud el borde de una copa.

—Aquí hay silencios —le respondió, como si ofreciera un menú que nadie había pedido pero todos deseaban.

Él se sentó. Ella le sirvió algo transparente que olía a bosque. No se animó a preguntar qué era.

El bar se poblaba de sombras con nombre, de parejas que no se tocaban pero se buscaban con los ojos, de palabras que caían como cenizas en la mesa. Y ella. Siempre ella. Caminaba entre las mesas como si el suelo la reconociera.

¿Qué estoy haciendo aquí?

Se preguntaba mientras giraba la copa entre los dedos.

No soy de los que hacen esto. No tengo la voz, ni la actitud, ni la ropa para acercarme a nadie.

Y sin embargo, seguía allí.

Y ella volvía a su lado cada tanto, sin apuro.

Como si ya supiera que él no se iba a ir.

—¿Cómo se llama? —se atrevió a preguntar.

—Eso depende —dijo ella, ladeando apenas la cabeza—. ¿Usted quiere saber mi nombre de verdad, o uno que le convenga para esta noche?

Él sonrió, por primera vez.

Ella también. Pero no fue una sonrisa cualquiera. Fue una que parecía arrancada de un poema mal escondido.

¿Cómo sería besarla?

¿Cómo sería si me levantara ahora y le dijera que la he estado esperando sin saberlo?

¿Si le ofreciera mis manos vacías como promesa, aunque no tenga nada que ofrecer?

Y entonces, sin saber bien cómo, ocurrió.

Ella se inclinó hacia él, muy cerca. Tanto que el aroma de su piel le trajo una memoria que no tenía. Una brisa de verano. Una canción sin letra.

Su voz llegó apenas:

—¿Está seguro de que quiere cruzar la puerta?

¿Qué puerta? pensó él. Pero no lo dijo. No podía.

Ella no lo besó. Pero su mano rozó la de él, como un roce sin gravedad. Y fue como si algo se abriera. No la puerta. Él.

Se levantaron. Nadie los miró. Nadie pareció notar que el aire había cambiado.

Subieron una escalera de madera antigua que crujía como un secreto mal guardado.

El pasillo era estrecho. Y oscuro.

Ella abrió una puerta.

Adentro, solo un sillón y una ventana entreabierta.

La luna no estaba. Solo la respiración de ella. Y la suya, que ya no era tímida.

Se acercó. Ella también.

Sus labios se rozaron, apenas.

Y entonces, él cerró los ojos.

Y despertó.

La almohada aún tenía la forma de su cabeza.

El cuarto en penumbra olía a sábana limpia y a soledad.

El reloj marcaba las tres y trece.

Y el sonido lejano de la lluvia contra el vidrio parecía el aplauso lento de un deseo que no llegó.

Se quedó allí, mirando el techo.

Algún día… quizás.

Algún día, cruzaré la puerta.

Autora: Marcela Barrientos 20-07-2025

Derechos de autora reservados

Argentina 

BITÁCORA DE LA CELDA 5 B - DÍA 319

 


Desde este espacio donde los números ya no son cifras sino barrotes, escribo.

No para pedir clemencia, ni para explicar lo inexplicable, sino porque las palabras, como los números, a veces encuentran caminos secretos que conducen a la libertad.

La celda es un rectángulo imperfecto, como mi vida antes de llegar aquí.

Mide dos pasos de largo por uno y medio de ancho.

A veces, me gusta pensarla como un problema de geometría:

P = 2(l + a)

Donde l es el largo y a el ancho.

Es decir, P = 2(2 + 1.5) = 7.

Siete pasos. Siete noches que se repiten en bucle.

Así mido mis días: con números, con ecuaciones que no se resuelven,

pero al menos se escriben.

La matemática se ha vuelto mi forma de caminar sin moverme.

[Bitácora de la celda 5B – Día 319]

Si uno traza una línea recta desde la ventana hasta el rincón donde cae el sol a las cinco, podrá calcular el ángulo exacto en que la tarde se rinde.

He hecho esa cuenta todos los días.

Para no olvidar que la luz tiene leyes.

Para que algo, al menos algo, tenga sentido.

No sé en qué momento dejé de contar los días y empecé a contarlos como ecuaciones.

El lunes es una constante.

El martes, una incógnita.

Los miércoles, una derivada de lo que ya fui.

Y los jueves, una función creciente de una tristeza que no decrece.

Cuando era niño, pensaba que las matemáticas eran frías.

Ahora sé que también pueden ser refugio.

Aquí dentro todo es cálculo.

La distancia entre mi cama y la de mi compañero (1,7 m).

La frecuencia con la que un guardia repite las mismas palabras (cada 4 horas).

El número de pasos desde el portón hasta el comedor (58 exactos).

Pero no todo se mide.

A veces el pensamiento escapa al número.

Como una raíz cuadrada que no se deja atrapar.

“Si X representa lo que fui, y Y lo que el mundo cree que soy… ¿quién resuelve la ecuación de mi historia?”

Mi abuela me decía que todo lo que uno hace se guarda en algún lado.

Que nada desaparece.

Tal vez por eso escribo esta carta.

Para que quede un registro.

Como un teorema mal formulado que alguien, algún día, pueda demostrar.

(Insertar aquí un fragmento de diario íntimo, fechado en un diciembre caluroso)

Hoy soñé que era libre.

Caminaba por una ciudad que no conocía, pero todo en ella era mío.

Incluso el aire.

Había árboles con hojas escritas, y cada palabra era una posibilidad.

Las puertas estaban abiertas y nadie me preguntaba quién era.

Pero al girar una esquina, el sueño se oscureció.

Vi luces rojas.

Voces rotas.

Una mano en mi nuca.

El frío del piso.

El silencio que vino después, espeso como sangre que no quiere salir.

Entonces apareció una pizarra en la calle.

Nadie la sostenía, pero flotaba quieta.

Alguien —no sé si era yo mismo— había escrito con tiza blanca:

"El infinito cabe en un pensamiento si uno se atreve a mirar sin miedo."

Me acerqué.

Toqué esa frase como si fuera un talismán.

Sentí que algo se abría.

Que podía salir.

Me desperté sudando.

Y me reí.

Como quien recuerda que ha amado, incluso desde el abismo.

Hay cosas que no caben en esta celda, pero viven igual.

Mi hija, por ejemplo.

Tiene siete años y dice que quiere ser astronauta.

Yo le enseñé a sumar con piedritas cuando apenas hablaba.

Ahora me escribe cartas con dibujos de cohetes que dicen “papá va a volar conmigo”.

No sé cuándo saldré.

Ni siquiera si saldré.

Pero le enseño a contar estrellas desde lejos.

Le digo que cada estrella es una esperanza.

Y que los números también pueden ser promesas.

[Fragmento de una carta no enviada]

A veces imagino que mi cuerpo es una fórmula.

Que mis errores son variables.

Que si alguien tuviera suficiente paciencia, podría reorganizarme, reescribirme.

¿Qué función podría devolverme a ese punto donde todo empezó?

Cierro esta carta sin saber si alguien la leerá.

Tampoco sé si importa.

Como dijo Fermat, “he descubierto una prueba verdaderamente maravillosa... pero este margen es demasiado estrecho para contenerla”.

Aquí también los márgenes son estrechos.

Pero aún así, pienso.

Porque pensar, incluso en una celda, es una forma de no rendirse.

Y porque, como aprendí entre números y sombras, a veces la libertad no es más que una raíz cuadrada imperfecta: no termina nunca, pero nos empuja a seguir buscando.

Atentamente,

quien aún sabe dividir el tiempo, multiplicar el silencio y restar el miedo.

Autora: Marcela Barrientos 21-07-2025

Derechs de autora reservados

Argentina 


¡ESCÁNDALO NACIONAL!

 



Sí, vos también te enteraste. Y no podés creerlo. Porque sabés —como todos en este país que aún conserva un poco de memoria— quién era ese pibe que creció entre latas, tuercas y sueños de cobre viejo. Lo viste salir del taller de su padre con los dedos negros de grasa y los ojos brillando de ideas. Y lo escuchaste decir, sin vergüenza ni arrogancia: “Un día voy a inventar algo que salve vidas”. Y lo hizo. Pero no acá.

Porque, claro, en este país cuando nace un genio, lo miran con desconfianza. Lo analizan. Lo comparan. Y si no tiene apellido de bronce ni cuna de oro, lo esconden. Lo hacen sentir que no vale más que la quincalla con la que jugaba de niño. ¡Sí! Quincalla. Esa palabra que usan los soberbios para nombrar lo que no entienden. Pero que en sus manos era semilla de futuro.

Mientras él estudiaba con becas, con hambre, con horas robadas al sueño, otro subía sin mérito pero con nombre. Un ñengo, desmedrado de ideas, enclenque de neuronas, pero inflado por la herencia de un apellido con historia de ministerios y trajes caros. Un gaznápiro incapaz de resolver una regla de tres, pero que emboba a todos con su voz impostada y sus frases copiadas de Wikipedia.

Ese ñengo, ese gaznápiro con poder heredado, fue quien decidió. Decidió no darle al científico el apoyo que necesitaba para quedarse en el país. Decidió no mostrar su proyecto en el Congreso de Ciencias. Decidió, por puro celo, por pura envidia disfrazada de “criterio institucional”, empujar al genio hacia el avión.

Y vos lo sabés. Porque lo viste. Porque lo leíste. El mundo lo aplaudió cuando, desde un laboratorio extranjero, presentó el dispositivo capaz de detectar enfermedades autoinmunes en etapas tempranas. Un avance que podría salvar miles de vidas. Un desarrollo con sello argentino… pero sin bandera.

Y ahora se suma un testimonio que lo confirma todo. Nadie quiso hablar antes, pero Eduardo Lezama, excompañero de ambos en la secundaria técnica, rompió el silencio:

“Yo fui testigo de cómo lo trataba. El ñengo ese siempre se burlaba del otro porque venía con los zapatos pegados con cinta. Le decía ‘chatarra humana’, ‘científico de quincalla’. Pero cuando el profe de física le daba mejores notas al que venía del taller, le cambiaba la cara. Se le notaba el odio. Años después, cuando lo vi nombrado en una secretaría de ciencia, supe que algo malo iba a pasar.”

Y pasó.

¿Y qué hizo el gaznápiro? Silencio. ¿Qué dijo el ministerio? Que “no se puede retener a todos los talentos”. Que “el presupuesto es limitado”. ¡Mentira! No fue presupuesto. Fue ego. Fue vergüenza de clase. Fue miedo de ver cómo alguien que creció entre ollas agujereadas y herramientas prestadas brillaba más que todos sus doctorados colgados en paredes que nunca vieron el barro.

Y vos lo sabés. Porque lo vivís. Porque cada vez que un pibe brillante aparece en el barrio, aparece también un despacho dispuesto a ningunearlo. Porque este no es solo un caso. Es un modelo. Es una forma de aplastar la inteligencia para no quedar expuesto.

Pero se les escapó. Y brilló. Y ahora el mundo entero lo reconoce. Y mientras tanto, acá, los mismos ñengos de siempre siguen ocupando sillas que les quedan grandes, con sus trajes planchados y sus cabezas vacías.

Hoy el científico vuelve. No por reconocimiento. No por venganza. Vuelve porque ama su tierra. Pero también vuelve con memoria. Y con una verdad que arde: no lo dejaron ir… lo echaron.

¿Y vos? ¿Vas a seguir callado? ¿O vas a gritar con nosotros que no queremos más genios exiliados por culpa de ñengos con sello y gaznápiros con poder?

Marcela Barrientos 14-07-2025

Derechos de autora reservados

Argentina 

SUEÑO INFINITO

 



No sé cuándo empezó. Estoy caminando, eso es todo. La calle parece conocida, pero hay algo distinto: los árboles son demasiado altos, como si hubieran crecido mientras yo dormía. La vereda se curva como un río y al doblar la esquina ya no hay nadie conmigo. Iba con alguien, estoy segura. No recuerdo con quién, pero sé que no estoy sola. O no debería estarlo.

Empiezo a buscar. Giro, avanzo, cruzo una calle sin autos. El asfalto brilla como si estuviera mojado, pero no llovió. Mis pasos no hacen ruido. Hay gente, sí, pero nadie me ve. Me muevo entre ellos y nadie reacciona. Intento hablar, abrir la boca, pero el aire que me sale no forma palabras. Me esfuerzo. Nada. Solo un quejido espeso, como si mi voz se hundiera antes de nacer.

La angustia crece. ¿Dónde están? ¿Por qué se fueron? Me doy cuenta de que no sé a quién estoy buscando. Solo sé que ya no están.

Mis piernas se vuelven pesadas. Cada paso es una lucha, como caminar en barro. Quiero correr, pero no puedo. Me arrastro. A veces en estos sueños me quedo paralizada, como pegada al piso. Esta vez aún me muevo, aunque a cámara lenta. El suelo me jala hacia abajo. Me cuesta respirar. Siento que me ahogo, como si una manta húmeda me cubriera la cara.

El lugar cambia. Ya no estoy en la calle. Ahora es un andén vacío. Un tren acaba de irse. El viento todavía agita el papel de un boleto en el suelo. Miro el reloj de la estación, pero las agujas giran sin control. Me acerco a una ventanilla, pero nadie atiende. Golpeo el vidrio. Tampoco hay sonido. El silencio es tan espeso como el aire.

Camino por un pasillo. Las paredes tienen fotos mías de niña, pero no recuerdo haberlas visto nunca. En una estoy llorando, en otra estoy sola en una plaza. En todas hay una sensación de espera. Espera de algo que no llega.

Y entonces lo sé. Este sueño lo he tenido antes. Es el mismo. Siempre me pierdo. Siempre intento volver. Siempre me pesan las piernas, la voz se me traga, y al final… no llego. No llegonunca.

Y lo más desesperante no es perderme, no. Es ver cómo siguen sin mí. Cómo sus figuras se alejan, riendo, hablando, como si yo no hubiera existido nunca. Grito, o creo que grito, pero mi voz no atraviesa la distancia ni el aire. Es como si el mundo me hubiera vuelto transparente. Me pregunto si saben que no estoy, si notan mi ausencia, si alguna vez miran hacia atrás. Pero no lo hacen. Jamás lo hacen. Y yo, atrapada entre calles que se doblan sobre sí mismas, entre escalones que se multiplican y pasillos que no llevan a ningún lado, me pregunto si alguna vez estuve realmente ahí, o si siempre fui apenas un eco que nadie escucha.

En algún rincón de mi conciencia algo grita: "Esto es un sueño, despertate." Pero otra parte de mí no quiere, o no puede. Porque este lugar también soy yo. Este no-lugar. Esta pérdida constante. Esta sensación de haber quedado fuera de la historia de los demás.

A veces pienso que nací en el borde de todo, como si el mundo hubiera comenzado sin mí. Camino entre la gente como quien atraviesa una casa ajena, donde nadie espera mi llegada, donde todas las puertas crujen al cerrarse antes de tiempo. No tengo nombre en los labios de nadie. No hay un lugar que diga: aquí pertenecés. La intemperie no es el clima: es el alma. La siento en los huesos, como si todo lo que me rodea pudiera disolverse en cualquier momento y no quedara nada que me nombre, nada que me abrace, nada que me devuelva.

Una niña me mira desde un banco de plaza. Tiene mis ojos. Está comiendo sola un helado que se derrite. Me acerco, le pregunto su nombre. Me responde sin abrir la boca: “No te fuiste. Te dejaron.” Siento el golpe de esa frase como una piedra en el pecho.

Entonces despierto. O creo que despierto. El cuarto está oscuro. No sé qué hora es. Me duele la cabeza. La garganta seca. El corazón golpea. Pero no hay nadie conmigo. Ni en la cama, ni en la casa, ni en el recuerdo.

A veces, no sé si esto es la vigilia o si sigo dentro del sueño. Porque sigo perdida. Porque sigo sin poder gritar. Porque sigo esperando que alguien me diga que no me fui, que me buscaron, que me encontraron.

Pero el silencio es total.

Y el sueño… quizás todavía no terminó.

Marcela Barrientos 22.07.2025 

Derechos de autora reservados

Argentina


PENSAR EN FRANCÉS


 


Pensar en francés

Bajo el cielo gris de París pensaba la historia,

con pluma aguda y verbo en llamas,

la filosofía abría sus alas

en cafés, bulevares y almas.

Descartes, en su frío gabinete,

dudaba del mundo, del cuerpo, del sol,

pero no de su mente que arde y promete:

Cogito, ergo sum, luz sin control.

Rousseau, amante del bosque y del niño,

gritó contra el yugo del falso contrato.

“El hombre es libre, pero nace encadenado”,

y en su pecho latía un sueño sencillo.

Voltaire, con ironía fina y filo,

desafiaba a reyes, clérigos y dioses,

su pluma era trueno, sin temple ni hilos,

“Cultivemos el jardín”, entre todas las voces.

Sartre, fumando la existencia absurda,

negó que fuéramos esencia sin hacer.

“El hombre está condenado a ser libre”, murmura,

y cada elección, un nuevo amanecer.

Simone de Beauvoir, en voz firme y clara,

dijo que mujer no se nace, se llega a ser.

Con su lucha tejió la razón que dispara

el grito de muchas que aprendieron a ver.

Foucault, entre cárceles, saber y poder,

hizo del cuerpo un mapa, del discurso prisión.

“La norma vigila”, decía con sed,

y el saber se disfraza de buena intención.

Camus, entre la peste y el sol argelino,

abrazó lo absurdo, sin dios ni consuelo,

pero encontró sentido en el destino:

el hombre rebelde, de pie frente al cielo.

Y así, Francia piensa con todos sus siglos,

entre vino, insomnio, rebelión y papel.

Los filósofos siguen entre sus vestigios,

haciendo preguntas... en francés y con miel.


Marcela Barrientos 25-07-2025 

Derechos de autora reservados 

Argentina





PUENTES DE OTOÑO

 







PUENTES DE OTOÑO 



Un banco de plaza en otoño. Las hojas caen con lentitud. Se sientan uno al lado del otro, pero sin tocarse.

Camila. —No te enamores de mí.

Lucas. —Es un poco tarde para eso, ¿no?

Se queda en silencio unos segundos, luego le ofrece el café.

Camila. —No lo digas. No lo conviertas en algo real.

Lucas. —No sabía que amar era una amenaza.

Apoya el café sobre el banco, suspira.

Camila. —No es una amenaza. Es una advertencia. Como las que están en los paquetes de cigarrillos.

Lucas. —¿Me estás diciendo que vos... sos dañina?

Se inclina hacia ella.

Camila. —Sí.

Lo dice suavemente.

Lucas. —¿Porque no sentís lo mismo?

La observa, con tristeza creciente.

Camila. —Porque siento demasiado. Y eso me da miedo.

Lo mira, directa esta vez.

Lucas. —El miedo también puede ser un puente, no siempre es una barrera.

Con suavidad.

Camila. —No cuando sabés que lo vas a arrastrar a alguien a un lugar oscuro.

Baja la vista.

Lucas. —¿Es por eso que te alejaste la semana pasada? ¿Por qué desapareciste dos días?

Camila. —Fui al hospital. Me hicieron más estudios. No quiero hablar de eso ahora.

Contiene las lágrimas.

Lucas. —Pero yo quiero estar ahí. No tenés que hacer esto sola.

Camila. —¡Ese es el problema, Lucas! No quiero que estés “ahí”. No quiero que me mires con lástima, con miedo. No quiero que sientas que tenés que quedarte por compromiso o culpa.

Se para de golpe, camina unos pasos, se da vuelta.

Lucas. —¿Y si me quiero quedar porque te quiero? ¿No cuenta eso?

Se levanta también, con el ceño fruncido.

Camila. —Contaría… si esto fuera una historia simple.

Hace una pausa, la voz le tiembla, pero se mantiene firme.

Mira, Lucas. Me despierto con miedo, con náuseas, con un cuerpo que me está empezando a traicionar. Me siento agotada, frágil, asustada. Y en medio de todo eso… vos. Tan bueno, tan lleno de vida, tan dispuesto a darlo todo. Y yo no tengo nada para devolverte. Ni humor, ni planes, ni promesas. Apenas tengo fuerza para sostenerme a mí misma. ¿Entendés?

Lucas. —Podés apoyarte en mí. No necesito nada más.

Da un paso hacia ella.

Camila. —¿De verdad no lo necesitás? ¿Y dentro de un mes? ¿O cuando tenga que dejar de trabajar? ¿Cuando me empiece a caer el pelo? ¿Cuando empiece a verme al espejo y no me reconozca?

Hace un gesto con la mano, como queriendo alejar un pensamiento incómodo.

Vos vas a estar ahí, sí. Y yo voy a estar culpándome todos los días por ser la razón de tu tristeza. Porque eso va a pasar, aunque no lo digas. Y yo no quiero vivir eso. No quiero mirar al amor y sentir que lo estoy ahogando.

Lucas. —No me ahogás. Me hacés sentir vivo.

Camila. —Hoy, tal vez. Pero mañana, Lucas… mañana no sé ni si voy a poder levantarme.

Se cruza de brazos. Está temblando, pero no es por el frío.

Lucas. —Entonces me sentaré a tu lado. Aunque no puedas reír. Aunque no puedas caminar. Aunque estés en silencio.

Da un paso hacia ella.

Camila. —No quiero que tu vida se pause por la mía.

Se seca las lágrimas, respira hondo.

Lucas. —Pero sos parte de mi vida.

La mira fijamente.

Camila. —Entonces haceme un favor. Seguí con tu vida. No me pongas en el centro de todo. No me idealices.

Entrecierra los ojos.

Lucas. —Estás pidiendo que no te ame.

Camila. —Estoy pidiendo que no te destruyas conmigo.

Lucas. —¿Y si el amor no destruye? ¿Y si me fortalece?

La mira con una mezcla de esperanza y dolor.

Camila. —Tal vez. Pero yo no puedo cargar con ese riesgo. No ahora.

Lucas. —Entonces, ¿esto es una despedida?

Camila. —No. Es un descanso. Es una decisión adulta. No te odio, no te dejo con ira. Te estoy cuidando de mí.

Lucas. —¿Puedo seguir llamándote, de vez en cuando?

Sus ojos brillan.

Camila. —Si no esperás nada. Si podés ser sólo amigo.

Sonríe apenas.

Lucas. —Nunca fui bueno en eso.

Camila. —Entonces aprendé. Como yo estoy aprendiendo a dejar ir lo que más deseo.

Da un paso hacia él, le acomoda el cuello de la campera.

Lucas. —Está bien. Te dejo ir. Pero no prometo olvidarte.

Asiente en silencio, se le nota el dolor.

Camila. —Yo tampoco.

Se quedan en silencio. Luego Camila se da vuelta y empieza a caminar hacia el sendero del parque. Lucas la mira alejarse. No hay drama, ni gritos. Solo la aceptación silenciosa de dos personas que, a pesar del amor, eligen caminos distintos.

Y aunque no lo digan, en el corazón de ambos queda encendida —pequeña, quieta— la esperanza de que algún día, en otras circunstancias, sus pasos puedan reencontrarse. No como promesa, sino como un deseo que habita, silencioso, en lo más hondo de lo que no se nombra.

Autora: Marcela Barrientos 18-07-2025

Derechos de autora reservados - Argentina

MI AMIGO TERK

 





TÌTULO: MI AMIGO TERK


Soy veterinaria y bióloga conservacionista, y he cuidado especies muchas veces misteriosas, pero nunca conocí nada como Terk, el mono sin nariz que habita nuestro zoológico. Él llegó hace un año desde un centro de rescate en el sudeste asiático, donde fue hallado desnutrido y con signos de haber sido víctima del tráfico ilegal. Su rostro peculiar, chato y casi desprovisto de nariz, no impidió que sobreviviera: lo hizo por instinto, por esa inteligencia callada que poseen los animales que han luchado contra la extinción con uñas, saltos y silencio.

Desde el primer día, entre la jaula húmeda y las ramas falsas, nuestro vínculo se tejió en miradas. Yo, con mi bata manchada de hojas, y él, con su piel oscura como tinta de abeja, aprendimos que lo extraordinario no exige estridencia: basta un estornudo suave al rozar sus fosas nasales, cada vez que llueve. Es su lenguaje más puro, un poema nasal que nace del agua y lo reviste de ternura.

Para él, diseñamos un espacio vivo: una réplica en miniatura de los bosques que solía habitar, donde la altura no es amenaza sino impulso. El lugar es un tapiz vertical de árboles, puentes colgantes, raíces que trepan como serpientes, y hojas que gotean como si el rocío hablara. Allí, Terk camina a cuatro patas con la agilidad de un bailarín del viento, pero cuando el terreno lo desafía, se vuelve bípedo, se lanza entre las ramas como una nota de música suspendida. Su cuerpo es un salto contenido, una brújula salvaje en constante exploración. Verlo moverse es como ver la lluvia caer hacia arriba: no sigue las reglas, las reinventa.

Recuerdo aquella tarde de mayo, cuando una lluvia fina cayó sobre su refugio. Él se acurrucó, tiritando, como un niño que teme el llanto del cielo. Su estornudo fue un eco ronco, y algo en mi pecho se hizo ruido: sentí que protestaba contra la tormenta, que reclamaba un escudo que yo no le daba. Caminé hasta la jaula, y él levantó el rostro, sin nariz, sin voz más que ese estornudo que decía: “Estoy vivo, y también temo”.

Su dieta—hojas, frutas, cortezas—es como un canto silvestre: cada bocado cruza mi mano con un hálito de vida ancestral. Terk introduce semillas en su boca como si sembrara promesas, y cada fruto que deja germinar es una melodía que desafía la extinción.

Una noche, mientras anotaba su pulso y su respiración al pie de su jaula, sentí que respirábamos en la misma frecuencia: su pecho subía con pulso vegetal, el mío respondía con un latido de consuelo. Nos comprendimos sin palabras, sin nariz ni tatuaje mortal, solo con aliento compartido.

La anatomía de Terk lo hace vulnerable: la lluvia entra sin filtro, los estornudos son defensas tardías. En su hábitat natural—los bosques del Himalaya entre Birmania y China—está en grave peligro. Menos de 330 individuos sobreviven, y la deforestación se traga su hogar en silencio.

Por eso, en cada gota que toca a Terk, siento el peso del mundo. Por eso me arrodillo frente a él, acaricio sus hombros en silencio y le digo con voz suave: “Además de instinto, puedo darte refugio”. Entonces cierro mi cuaderno y lo abrazo—él deja un bramido delicado, casi un susurro—y siento que nuestro vínculo es un puente entre lo salvaje y lo humano, entre la poesía y la ciencia.

Terk me enseñó que la libertad no es huir, sino resistir incluso sin nariz, incluso estornudando cada vez que llueve. Que la belleza puede habitar lo extraño, lo imperfecto. Y yo, que soy veterinaria, también soy custodio de un ritual: el de acompañarlo en el resguardo de su respiración, el de secar cada gota que amenaza con llorar por él.

Cada mañana, cuando atravieso el sendero hacia su refugio, escojo un racimo de hojas frescas y lo ofrezco con gratitud. Terk abre su boca en un bostezo silencioso, y en sus ojos chispean lunas de confianza. En su singular anatomía, descubro la metáfora más pura: el compromiso de una veterinaria con un monótono estornudo contra la lluvia… y con la esperanza intacta de salvarnos juntos.

AUTORA: Marcela Barrientos 19-07-2025

Derechos de autora reservados Argentina 


EN EL UMBRAL DEL SILENCIO

 










Título: En el umbral del silencio


Bajo el arco del tiempo dormido,

donde la piedra susurra plegarias,

ella se alza —rojo latido—

como llama entre sombras varias.


El musgo la envuelve sin prisa,

la noche la observa, callada,

y en su pecho florece la brisa

de una fe que no pide nada.


¿Es un rezo o es un conjuro?

¿Es perdón lo que brota en su canto?

Sus manos tiemblan en lo oscuro

como faros perdidos del llanto.


Atrás, los fantasmas del miedo

vigilan su ascenso de frente,

pero ella no baja los párpados,

ella arde, paciente y valiente.


Es la mujer del umbral secreto,

la guardiana de escaleras antiguas,

quien transforma el dolor en amuleto

y en su pecho guarda antiguas lenguas.


No la llames espectro ni santa,

no la encierres en nombre ni mito,

es la flor que en lo oscuro se canta

y a lo invisible le da un rito.

Marcela Barrientos 15/07/2025

Derechos de autorareservados

Argentina




TU NOMBRE ES CAMELIA

 





Título: Tu nombre es Camelia


Te nombro, Camelia,

flor de inviernos silenciosos,

doncella de pétalos suaves

que no teme florecer

cuando todo duerme.

Tu aliento no perfuma el aire,

pero embriaga la mirada.

Eres un secreto que no grita,

un susurro de belleza

que no pide testigos.

Vestida de blanco, fuiste casi protagonista,

en la escena final de La Dama de las Camelias,

sobre un pecho que amó con exceso

y calló con elegancia.

Fuiste símbolo y despedida,

joya sin ruido, lágrima vegetal.

Roja, encendida,

hablas del amor que resiste,

de la pasión que no se doblega

aunque tiemble.

Rosa, te volvés ternura sin edad,

como una carta que no se envía

pero nunca se olvida.

Tus hojas, siempre verdes,

son promesa de lo que permanece,

aunque el mundo gire,

aunque la nieve caiga.

Te asocian con la lealtad

porque no cambias tu rostro

ni aun en la tormenta.

Te ligan a la valentía

porque sabés abrirte

cuando todo a tu alrededor se cierra.

Eres flor de teatro íntimo,

protagonista de historias no contadas,

y aún así,

cada jardín que te acoge

te escribe un poema nuevo

con sólo mirarte.

Camelia, flor sin estruendo,

madurez sin ruido,

devoción sin cadenas.

Hoy te rindo palabras

como quien deja pétalos sobre un altar,

porque en tu forma callada

vive lo que el mundo olvida:

la elegancia del alma,

la fuerza del amor verdadero,

la belleza que no necesita hablar.

Marcela Barrientos 15/07/2025

Derechos de autora reservados

Argentina


JUVENTUD QUE SIEMBRA FUTURO

 


TÍTULO: Juventud que siembra futuro


La juventud es un río claro,

corriendo con fuerza entre piedras antiguas,

abraza la memoria de los mayores

como el agua acaricia la raíz del árbol.


Sus manos son antorchas de amanecer,

encienden caminos donde otros solo vieron sombras.

Escuchan las arrugas como si fueran mapas,

cada pliegue un secreto, cada palabra un faro de sabiduría.


Juventud es tambor que late en la plaza,

voz que pide justicia sin violencia,

oleaje que no destruye,

sino que acaricia las costas del porvenir.


Ellos sostienen la Tierra como un corazón ardiente,

la riegan con ternura,la visten de bosques,

la guardan del desgaste como si fuera un cántaro sagrado.


En sus ojos brillan mares de posibilidades,

en su piel, el viento escribe canciones nuevas,

y en su risa se abre la promesa

de un planeta donde nadie sobra.


Son guardianes de semillas invisibles,

herederos de estrellas que no aceptan apagarse,

arquitectos de un mañana donde los hijos de sus hijos

también puedan beber la pureza del aire.


La juventud camina con los pies descalzos de la esperanza,

y cada paso es un pacto con la vida:

no habrá guerra, no habrá silencio impuesto, no habrá olvido.


Solo habrá manos tendidas, ríos que fluyen sin fronteras

 y un horizonte compartido 

donde todos los pueblos puedan llamarse hermanos.

Autoría:Marcela Barrientos

País: Argentina


© Derechos Reservados de Autor

Coordinación Poética El Arte del Encuentro 

Marcela Barrientos- Argentina


SOBRE ANGOLA

 



Historia y resistencia: La Reina Nzinga y la lucha por la independencia

Angola fue hogar de importantes civilizaciones africanas mucho antes de la llegada de los europeos. El Reino de Ndongo y Matamba, en el siglo XVII, fue gobernado por la legendaria Reina NzingaMbande, quien negoció con los portugueses, dirigió ejércitos y resistió con astucia la expansión colonial. Su figura trasciende la historia militar: fue símbolo de poder femenino, diplomacia estratégica y resistencia cultural.

La colonización portuguesa duró casi 400 años. Tras una guerra de liberación de 13 años, Angola logró la independencia en 1975. Sin embargo, la libertad vino seguida de una guerra civil devastadora que duró hasta 2002, financiada en parte por recursos como petróleo y diamantes.

En 1575, los portugueses fundaron Luanda como centro de comercio de esclavos. Durante siglos, millones de angoleños fueron capturados y enviados a América, especialmente a Brasil. Tras una intensa guerra de liberación liderada por el Movimiento Popular para la Liberación de Angola (MPLA), el país alcanzó la independencia el 11 de noviembre de 1975. Sin embargo, la alegría fue breve: comenzó una guerra civil entre el MPLA, la UNITA y el FNLA que duró hasta 2002, financiada por potencias extranjeras durante la Guerra Fría.

➡Dato curioso:Nzinga se disfrazaba de hombre para participar en reuniones de poder y luchó contra los portugueses durante décadas. Hoy es una figura feminista y anticolonial venerada en Angola.



Poema breve – Nzinga, la llama eterna

Sobre un trono de palmas y acero,

una reina tejió su bandera,

alzando la voz como un trueno sincero,

retando cadenas y guerra extranjera.

Nzinga no muere: camina ligera

en cada mujer que alza su esfera.

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Riqueza natural: El petróleo, los diamantes y la paradoja del desarrollo

➡Dato curioso: La mayor parte del petróleo angoleño se extrae en plataformas marítimas frente a la costa de Luanda y es exportado principalmente a China.

Sin embargo, esta riqueza no se traduce necesariamente en bienestar general: Angola sufre de fuertes desigualdades sociales, pobreza y desafíos en salud, educación y acceso al agua potable, una paradoja conocida como la "maldición de los recursos".



Angola posee vastos recursos naturales: es el segundo productor de petróleo del África subsahariana, y uno de los mayores exportadores de diamantes del continente. También cuenta con cobre, oro, hierro, gas natural y grandes recursos hídricos. El petróleo se extrae principalmente en la costa atlántica, frente a Luanda, y representa más del 90% de las exportaciones del país.

Sin embargo, esta riqueza convive con profundas desigualdades: una parte significativa de la población vive en condiciones de pobreza, con acceso limitado a servicios básicos. Esta situación se enmarca dentro de lo que algunos analistas llaman la "maldición de los recursos", un fenómeno en el que la abundancia natural puede alimentar la corrupción, el conflicto y la dependencia económica.

Desde 2002, tras el fin de la guerra civil, Angola ha intentado reconstruir su economía e infraestructura, aunque los desafíos siguen siendo importantes, sobre todo en las zonas rurales y entre las comunidades desplazadas por el conflicto.

Poema breve – Bajo la piel de diamante

Brilla el diamante, oculta el dolor,

el oro no cura la herida ancestral,

el suelo es promesa, el hambre es temor,

la riqueza es canto y es grito desigual.

Pero Angola respira, forja su andar,

sembrando justicia en su mineral.

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 Símbolos vivos: La Palanca Negra Gigante y la flor milenaria

La Palanca Negra Gigante es uno de los animales más emblemáticos de Angola. Este antílope de elegante cornamenta vive exclusivamente en los bosques del norte angoleño. Se creía extinto hasta que fue redescubierto en 2005. Hoy es símbolo de fuerza, belleza y resiliencia, y aparece incluso en el logo de la selección nacional de fútbol.

Otro símbolo natural es la Welwitschiamirabilis, una planta del desierto del sur de Angola que puede vivir hasta 2000 años. Tiene solo dos hojas que crecen desde su centro durante toda su vida. Sobrevive a condiciones extremas, y por eso es emblema de resistencia, longevidad y adaptación frente a la adversidad.

Ambas especies son orgullo nacional y reflejan la biodiversidad angoleña, que se extiende desde las selvas del norte hasta los desiertos del sur.

Poema breve – Palanca y flor del desierto

Entre raíces de siglos y sombra real,

camina la palanca, espíritu inmortal.

Y en la sed que no cesa, la Welwitschia brota,

con dos hojas eternas y savia devota.

Angola es un canto que sabe esperar,

como flor en la arena que vuelve a brotar.

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Cultura y espiritualidad: La Kianda, la música y la nueva Angola

Angola posee una herencia cultural vibrante, marcada por tradiciones africanas y por el legado colonial portugués. En Luanda, se celebra la Fiesta de la Kianda, un evento tradicional en honor a los espíritus del agua, en especial a la diosa Kianda, protectora del mar y de los pescadores. Durante la festividad se hacen ofrendas, bailes, música y espectáculos de títeres sobre el agua. Es una expresión del sincretismo entre religiones africanas y creencias populares urbanas.

En el ámbito artístico, Angola es cuna de géneros musicales como la kizomba, el semba y el kuduro, que combinan ritmos africanos con influencias latinas y electrónicas. La música es parte esencial de la vida cotidiana, tanto en las calles de Luanda como en celebraciones rurales.

A nivel literario, destaca el escritor Pepetela, autor de Mayombe, quien describe la vida de los guerrilleros durante la guerra de independencia y critica las contradicciones del poder poscolonial.

Poema breve – Kianda y el canto de Angola

En la espuma danza Kianda del mar,

sus dedos de agua nos vienen a hablar.

La tierra se mueve con cada tambor,

la música late con fuego y sabor.

Angola no olvida su canto ancestral,

su alma resiste, sagrada y plural.



Investigación de la red y los poemas de mi autorìa.

EN RESUMEN

 



Título: En resumen

El año compartido ha sido un viaje de altibajos,

entre risas y lágrimas, triunfos y fracasos.

Hemos recorrido senderos sinuosos y escarpados,

aprendiendo lecciones valiosas en cada paso.

Los buenos momentos han sido luceros brillantes,

iluminando el camino con alegría y esperanza.

Nos han regalado risas, abrazos y cariño sincero,

fortaleciendo los estrechos lazos en común.

Los desafíos y tropiezos enfrentados ,

nos han enseñado la importancia de la perseverancia.

Aprendimos a levantarnos después de cada caída,

forjando la resiliencia en medio de la adversidad vivida.

Las enseñanzas recibidas han sido ricos tesoros,

nuestros maestros han sido la vida y la experiencia,

que nos han mostrado la importancia de la empatía y la solidaridad,

y nos han impulsado a crecer con humildad y gratitud.

Ahora es tiempo de unirnos en nuevos proyectos,

compartiendo sueños, metas y anhelos renovados.

Construyamos juntos un futuro lleno de posibilidades,

donde el respeto y la colaboración sean nuestros pilares.

Que este nuevo capítulo sea el comienzo de una travesía,

llena de éxitos, aprendizajes y momentos de alegría.

Sigamos adelante unidos, forjando un destino compartido,

donde nuestros corazones vibren al ritmo de nuevos latidos.

Marcela Barrientos 30/12/2023  

Argentina