La tristeza de Rongo.
Cuando murió Rongo, el abuelo de Whetü y Kahurangi, su estatua moaí fue colocada en la ladera del Volcán Rano Raraku. Como todos los moaís, en principio, estaba erguido y eso era muy importante para la familia, pues significaba que el espíritu de Rongo los acompañaba y ellos estaban cumpliendo con su deber ancestral de continuar con las tradiciones familiares.
Whetü y Kahurangi eran hermanos mellizos, hijos de Ngaio, el hijo mayor de Rongo. Los niños no conocieron a su abuelo, él había fallecido antes de que nacieran, pero si sabían de la historia que les contaba su padre sobre todo lo que luchó para que los hombres blancos no se adueñaran del lugar.
Cuando nacieron, la hechicera del pueblo dudó de si este doble nacimiento era de buen presagio para su clan. Los años pasaron y los niños crecieron aprendiendo todo lo que debían saber según las costumbres de sus antepasados. Incluso ambos sabían navegar, por lo que muchas veces hacían viajes hacia otras islas pequeñas vecinas. Hasta ahí nada predecía que iban a cometer ninguna deshonra que motive el enojo y la vergüenza del espíritu de Rongo.
Una noche de luna llena los dos jóvenes quisieron descubrir que había más allá de las islas conocidas y fueron emboscados por un barco pirata. Los tripulantes, rebosantes de alegría, los capturaron para venderlos como cautivos.
Para salvar sus propias vidas, ambos hicieron un trato con los piratas y ofrecieron gente de su pueblo para que sirvan como esclavos: ellos les darían dos personas una vez al mes y así se aseguraban su protección. Ofrecerían jóvenes, damas, lo que fuera para sobrevivir. Los jóvenes hermanos sintieron algo de culpa, pero era más fuerte su deseo de regresar a salvo.
Al pueblo se le hizo extraño que Whetü y Kahurangi tardaran en su viaje, habían pasado cuatro días, el doble de lo que les costaba la ida y la vuelta. El quinto día ambos volvieron de su expedición, siendo recibidos con profunda alegría por sus padres, al fin podían estar aliviados porque sus hijos estaban de regreso con ellos.
Una vez de nuevo en la aldea, Whetü debía encargarse de elegir dos jóvenes y convencerlos de ir con su hermano a explorar una isla, lugar en donde lo esperaría uno de los ayudantes del pirata. Solo tenía cuatro días para hacerlo, la primera entrega debía realizarse el quinto día.
Tras varios argumentos e historias de un lugar paradisíaco, pudo encontrar los dos primeros aldeanos que eran los hijos de uno de los guerreros más importantes del clan.
La partida debía hacerse de noche, ya que haría imposible que se dieran cuenta de su ausencia hasta el día siguiente, cuando comenzaba la Tapati Rapa Nui, dos semanas de celebraciones deportivas, culturales y rituales, por lo que tanto movimiento festivo podía distraer a los padres. La noche elegida advertía una tormenta, pero eso no podía hacerlos desistir del plan, por ello, partieron tal y como lo habían acordado.
Kahurangi sería el encargado de entregarlos una vez que arribaran al lugar indicado. Los rayos eran la única luz que tenían para ver el camino hasta la embarcación que, por obvias razones, tuvieron que ocultarla para no ser descubiertos. El único lugar desde donde sería más difícil ubicarlos era en las aguas que estaban detrás del volcán.
Cómo pudieron, subieron a la embarcación y, sin dudarlo, se iban a dirigir al punto de encuentro. Todo estaba por cumplirse según lo hablado, pero ninguno de ellos previó la terrible tempestad que les impidió continuar, peor aún, salir de allí. Todo se agravó con un ruido estremecedor seguido de un relámpago que iluminó la ladera donde todos los Moaís estaban firmes, todos menos uno, el de su abuelo, Rongo, que triste había caído, avergonzado de lo que estaban por llevar a cabo sus nietos. Su querida descendencia.
En signo de deshonra, prefirió caerse.
Advertidos por esa señal, su padre Ngaio y el jefe del clan impidieron la huida, pero, aun así, nada logró enderezar el Moaí de su padre.
Estos tristes hechos han transcurrido hace ya ciento sesenta años. Lo cierto es que, por justicia, los hermanos fueron expulsados de su clan, condenados a vivir exiliados, sin hogar ni amor. Nadie supo qué les sucedió, conmocionados por sus acciones, ningún habitante quiso saber sobre ellos. Probablemente huyeron y sufrieron la desgracia de caer, de nuevo, en manos de piratas que, años más tarde, lograron su cometido de capturar a más de trescientos habitantes como esclavos por el sistema de chaquira.
Rongo continúa triste con la mirada fija al suelo.
Lo demás, como dicen, es historia.
Autora: Marcela Barrientos.
País: Argentina.
Fecha: 05/03/2023
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